Los dedos de los pies ya no nos sirven. Se han ido atrofiando siglo tras siglo, sin remedio. A algunas palabras les pasa lo mismo. Se deshacen con lentitud, también sin remedio. Los dedos no se usan para casi nada y pierden su valor; esas palabras se utilizan más de la cuenta, las vaciamos usándolas sin ton ni son. Es el desgaste de lo cotidiano, del uso irreflexivo por parte del que las pronuncia. Suelen ser las más grandes de todas, aquellas a las que añadimos un buen puñado de usos que hacen más cómoda la comunicación, esas que utilizamos mecánicamente sumándolas adjetivos y adverbios sin reparar en lo que hacemos. Queremos decir más y decimos menos. “Te quiero mucho” será siempre menos que un simple “te quiero”. Pero es igual porque la torpeza colectiva no se castiga. Decimos y decimos sin pararnos un solo instante, escuchamos y escuchamos sin recapacitar sobre lo que nos dicen. Los jóvenes heredan esas palabras huecas y se revuelven nerviosos. Saben que poco pueden hacer con ellas. E inventan. Ellos saben que decir al perro “te quiero mucho” es casi lo mismo que decírselo a un primer amor. Por lo menos se dice con la misma naturalidad. E inventan. Tan sólo lo puede cambiar una mirada o una caricia. “Me molas” quizás esté más lleno de sentido. Para ellos, no para los que estamos acomodados entre un lenguaje falto de reflexión, carente del sentido con el que se construyó. Ni entendemos la jerga de los jóvenes, ni entendemos la necesidad que les lleva a sustituir una palabra rota por otra, ni el uso de un pantalón lleno de agujeros. No llegamos a comprender casi nada aunque cuando nos miramos en el espejo creemos ver al chaval de veinte años que hemos sido hace un instante. Y de paso, estamos dejando de entendernos entre los adultos porque las que usamos, hace algún tiempo, significaban mucho y, ahora, se deshacen entre adornos que convierten las palabras en baratijas. Y es que no sabemos ni lo que decimos.
JAVIER BRUNA Y UN PIANO
Hace 21 horas
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