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21/11/09

Asesinato. O muerte natural. Es igual.


El viaje de vuelta es siempre triste. Sea cual sea la causa, sea cual sea el momento. Pero uno de esos regresos es la experiencia más cruel para el ser humano. Desde ese lugar donde la imaginación te llevó alguna vez. El más duro de todos.
Acampas en un espacio hecho a medida, repleto de esas cosas que siempre quisiste, acompañado por los elegidos. El lugar que te corresponde en cada sueño por cumplir. Te mueves por allí sin preocupaciones, sin más pretensión que la de disfrutar de lo que eres, escuchando los murmullos que faltaron cualquier otro día. Y alguien te toca en el hombro; despierta, dice, parece que estás atontado, hay cosas que hacer. Miras alrededor, compruebas que nada es posible si mantienes los ojos abiertos. Y en un último intento tratas de entornar los ojos para que se alargue de nuevo una imaginación muerta, asesinada casi siempre. Pero nada que hacer. La realidad se impone. Hasta que un día tomas la decisión. Nada de sufrimientos estúpidos. La imaginación muerta, asesinada. Y tú mismo con el cañón apuntando a la sien.

Queremos lo nuestro a toda costa. Somos celosos de lo que creemos es parte de nosotros. Aunque, finalmente, terminamos cediendo todo lo que antes no hubiéramos soltado por nada del mundo. Por eso, cuando la persona a la que siempre amamos termina descansando en lugares inaccesibles, a la sombra de otro cetro, comenzamos la espera lamentándonos y la terminamos asumiendo que no poseemos nada, ni lo queremos tanto como para sufrir. En este mundo lo nuestro es lo que podemos pensar. La ficción que nos recoge para que podamos sobrevivir un par de minutos más aunque con el terror en la palma de la mano.

La vida tampoco es tan horrible vista desde la nueva butaca que ocupo. Lo único que me falta es el espejo de siempre en la esquina de siempre. El resto es igual.
© Del Texto: Gabriel Raírez Lozano

20/11/09

Otra ilusión


El tren se detuvo a la hora prevista. Bajó del vagón con las gafas oscuras ya puestas. La chaqueta de cuero negro sobre los hombros y un cigarrillo en la mano derecha. Caminó por el andén intentando encontrar su rostro entre los cientos de personas que esperaban impacientes tras las cintas que marcaban la zona de seguridad. No era capaz de distinguir nada.
El cigarro encendido, los pasos nerviosos, alguien le llama, aquí, aquí, las manos agitándose, una sonrisa verdadera.
- Vayamos a la playa. Me apetece mucho pasear.
La brisa sopla con cierta fuerza. Insistente. La conversación tranquila. Parecen saber que la suerte está echada desde mucho antes y, por eso, juegan a ser lo que todo el mundo espera de ellos. Hablan omitiendo lo que puede herir al otro. Eso sí está permitido. Lo que no cabe es la mentira.
- ¿Por qué nos queremos tanto?
- Si no lo hiciéramos nos moriríamos de pena. Los dos, dice ella.
- No, no creo que sea por eso. Me temo que tiene más que ver con la vida que con la muerte. Nosotros no podemos faltar ahora. Lo que nos pasa es que queremos vivir ilusionados.
- La ilusión puede encontrarse en cualquier sitio, replica la mujer. Eso es poca cosa.
- Una ilusión se encuentra allá donde se busque. Eso es verdad. Pero hablamos de cosas diferentes. Esta carece de la más mínima esperanza y, por eso, no puede destruirnos.
- Qué cosas tan raras piensas, dice sonriendo.
- Por eso te encanto, dice el hombre mientras levanta las cejas un par de veces.
Regresan a la estación. Se despiden con un solo beso en la mejilla. Camina hacia el vagón sin mirar atrás. Dolor casi físico.
Cuando se sentó, apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca, cerró los ojos, trató de relajar cada músculo que podía sentir. A los pocos minutos, recibió un mensaje en su teléfono móvil. El último. Sí, hay esperanza. Lo sé. Sin pensarlo contestó. Sabía que tarde o temprano se enfrentaría a algo parecido. Sí, lo sé, fue la respuesta. Entonces, en ese preciso instante, supo que se dejaba atrás toda una vida. Allí en la estación. Por siempre jamás.
© Del Texto: Gabriel Ramírez Lozano

1/7/07

Felicidad


Eduardo, el limpiabotas más divertido de Madrid, dice que los marcianos llegaron a la tierra utilizando una tecnología muy inferior a la que manejamos los terrícolas en la actualidad. La diferencia es que “esos le echaban un par de cojones cuando hacían cualquier cosa”. Medían más de cuatro metros y, sabiendo que sus días estaban contados, intentaron reproducirse con todas y cada una de las especies animales de la tierra. Tan sólo lograron un buen resultado con los simios a los que pudieron traspasar su inteligencia. Así se explica que los elefantes tengan una memoria tan asombrosa (fue lo único que lograron en el apareamiento) o ese eslabón perdido entre el hombre y el mono. Una vez que consiguieron su propósito se dejaron morir (los marcianos de más de cuatro metros) y tomaron el relevo lo que conocemos hoy en día como homo sapiens. Esa es la teoría de Eduardo.
Esta es una ampliación de la que ya me comenzó a contar y que va perfeccionando en cada explicación.
Tiene sesenta y ocho años. Vive en un piso compartido con otros cinco sujetos. Dice ser feliz.
Macarena se gana la vida revendiendo entradas de todo tipo. Sobre todo le gusta hacerlo junto a la plaza de toros. Los extranjeros compran siempre pensando que la plaza estará llena, dice la mujer. Más de setenta años, dos hijos muertos en el aseo de un bar con una aguja clavada en el antebrazo. Su marido llegaba borracho a diario y la zurra (como ella dice) llegaba con él. Está bien como está, me cuenta después de decir que murió hace cinco años con el hígado hecho puré.
Macarena me ofrece entradas siempre que me ve. Me las vende a su precio y yo le aumento en algo el botín para que pueda pagar la pensión. Los que la conocemos siempre lo hacemos.
Presume de no tener una sola cana y de haber sido una de las mujeres más guapas y descaradas de Madrid. A mí un panoli con la cartera llena no se me escapaba nunca. Había que sacar adelante la familia. Dice ser una mujer feliz.
Jorge es transexual. Si es verdad lo que dice fue el primero que cambió de sexo en España. Ha ido sobreviviendo como ha podido durante estos últimos años. No es alguien a quien la fortuna le haya sonreído. Nunca.
Cuando tenía tres años me encontraron, por primera vez, dentro de un armario llorando porque no quería ser una niña. Lo va diciendo mientras sonríe. De forma sincera, creo. Sólo cuando salí del quirófano supe que había terminado mi travesía por el desierto, sigue hablando despacio, como recreando cada detalle en la mente.
Nadie pensaría que Jorge fue antes una mujer. Pasó de los cincuenta no hace mucho. Su novia le abandonó no hace mucho. Dice ser un hombre feliz.
© Del Texto: Gabriel Ramírez Lozano