El viaje de vuelta es siempre triste. Sea cual sea la causa, sea cual sea el momento. Pero uno de esos regresos es la experiencia más cruel para el ser humano. Desde ese lugar donde la imaginación te llevó alguna vez. El más duro de todos.
Acampas en un espacio hecho a medida, repleto de esas cosas que siempre quisiste, acompañado por los elegidos. El lugar que te corresponde en cada sueño por cumplir. Te mueves por allí sin preocupaciones, sin más pretensión que la de disfrutar de lo que eres, escuchando los murmullos que faltaron cualquier otro día. Y alguien te toca en el hombro; despierta, dice, parece que estás atontado, hay cosas que hacer. Miras alrededor, compruebas que nada es posible si mantienes los ojos abiertos. Y en un último intento tratas de entornar los ojos para que se alargue de nuevo una imaginación muerta, asesinada casi siempre. Pero nada que hacer. La realidad se impone. Hasta que un día tomas la decisión. Nada de sufrimientos estúpidos. La imaginación muerta, asesinada. Y tú mismo con el cañón apuntando a la sien.
Queremos lo nuestro a toda costa. Somos celosos de lo que creemos es parte de nosotros. Aunque, finalmente, terminamos cediendo todo lo que antes no hubiéramos soltado por nada del mundo. Por eso, cuando la persona a la que siempre amamos termina descansando en lugares inaccesibles, a la sombra de otro cetro, comenzamos la espera lamentándonos y la terminamos asumiendo que no poseemos nada, ni lo queremos tanto como para sufrir. En este mundo lo nuestro es lo que podemos pensar. La ficción que nos recoge para que podamos sobrevivir un par de minutos más aunque con el terror en la palma de la mano.
La vida tampoco es tan horrible vista desde la nueva butaca que ocupo. Lo único que me falta es el espejo de siempre en la esquina de siempre. El resto es igual.
© Del Texto: Gabriel Raírez Lozano