Los padres nos ocupamos de la educación de nuestros hijos. Todos. De las leyes que tienen que ver con esa educación, no tanto. Todos también.
Me pregunto cuántos de los que estuvieron en la manifestación del pasado sábado en Madrid han leído el proyecto de ley dichoso. Me temo que casi nadie.
Tengo la sensación, la terrible sensación, de que buena parte de la sociedad (y, por tanto, de los padres y madres) se dejan llevar por lo que escuchan en la radio, leen en la prensa o escuchan y ven en la televisión. Y me refiero a cualquier medio de comunicación, esté más o menos próximo al gobierno o a la oposición que toque.
A mí, como a cualquier padre preocupado por el futuro de sus hijos, me interesa la educación de los niños (sobre todo de los míos, que todo hay que decirlo aunque suene feo). Esto significa que pongo en manos de los que creo mejores profesionales, durante buena parte del día, la formación académica de Gonzalo, Guillermo y Guzmán, y que cuando llego a casa procuro seguir la evolución de los tres. Lo mismo hace mi esposa. Quiero decir que me parece igual de importante la educación recibida en un sitio o en el otro. En realidad, me parece mucho más importante la que se recibe en casa. Y más duradera, más honda. Y, da la casualidad, de que para esta educación no hay leyes que valgan. Al niño que le cae en suerte un padre imbécil, fanático o maltratador, está tan desprotegido como condenado a arrastrar eso toda su vida.
He visto en la televisión una campaña publicitaria que viene a decir que si el niño en casa ve leer a sus padres terminará haciendo lo mismo. Estoy de acuerdo. Si, en casa, papá y mamá miran el fútbol o los culebrones con cara de extraterrestre, todos terminarán del mismo modo. Pues eso.
Vamos a dejarnos de historias. El colegio no se elige sólo por su condición religiosa o laica (muchas veces ese factor es inexistente). Pesa más pensar que el niño está a salvo de drogas, malas compañías y peligros que aterrorizan a padres y madres; que esté cerca de casa (o de la de los abuelos que son los que cuidan a los niños de hoy, y esos si que les hablan de Dios y esas cosas), o que garantice cierto éxito del chaval. El colegio de mis hijos (católico) está lleno de chicos y chicas que no pisan una iglesia ni a la de tres, más que nada porque sus padres tampoco lo hacen, claro. Las comuniones son festivales sociales que poco tienen que ver con la religión. La de mi hijo mayor (salvo para mí y para los más viejos de la familia) también lo fue. La diferencia real con respecto a los niños que van a estudiar a colegios laicos se reduce a que unos saben oraciones de memoria y otros no. Pero eso se olvida. Así que ya está bien de tanta memez.
La manifestación del pasado sábado fue más antigubernamental que otra cosa (lo que no me parece ni mejor ni peor, pero conviene llamar a las cosas por su nombre). Con la excusa de la asignatura de religión, unos se opusieron al gobierno, otros defendieron una financiación que no puede faltar y otros aún no saben qué es lo que hacían allí (todo esto tampoco me parece mejor ni peor). Al unísono restregaron por el hocico las miserias a un gobierno que, como todos, las tiene. Y de paso (esto si que me parece la monda) se hicieron valedores de la libertad y de una democracia que dicen está en peligro (la monda, la monda).
La pena es que casi nadie se paró a pensar sobre si le interesa que puntúen o no una asignatura que, en casa, la tienen suspensa el noventa por ciento de los bautizados.
Yo sí que me he parado a pensar sobre eso. Por esa razón no se me pasó por la cabeza ir a manifestarme.
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