18/12/05

Compañeros de viaje


En los cementerios bulle la vida disfrazada con manto oscuro y nos despista, hace sentirnos incómodos. Por eso, cuando pisamos uno sabiendo que tocamos el suelo futuro, nos gusta poco. Apenas apretamos las plantas de los pies contra el suelo para no dejar pegado nada de lo nuestro. Ni una huella que desaparecerá con el agua de lluvia. Por si acaso. Y es que los muertos nos acompañan sin que nos fijemos en ellos, sin prestar atención a lo que dicen salvo que todo lo que llamamos vivo se vuelva en contra o pensemos en hacer algo que ellos nos reprocharían o acabemos de dejar uno más metido en una caja de madera. Y nos hacemos los desentendidos aun sabiendo que los tenemos enfrente, demorando el gesto con el que empezar la conversación, intuyendo una vida larga que evitará rendirles cuentas hasta mucho después. Nos creemos eternos, inmortales. Pero lo único eterno es la muerte. La muerte siempre fue, la vida no. Y esos muertos ahora son la misma muerte. Y Dios su plenitud. Creó vida para que la muerte pudiera seguir el único carril posible. Para no morir él. Todo es morir. Y nosotros. Y Dios. Ser es vivir. No ser no es lo mismo que morir. La vida se pliega a la muerte. Siempre.
No queremos hablar con nuestros muertos, con los eternos compañeros de vagón, porque sabemos que pondrían la cordura de la muerte en cada palabra, en cada idea que celebrara un vivir inútil. Aunque sabemos que nos miran, que no nos engañarán nunca, que la vida está construida con pasados y futuros, con la muerte, nunca con la propia vida, nunca con un presente inexistente. Los sabemos, los pensamos. Y los ignoramos desde una certeza combativa que quiere ser ignorante y no es capaz. Nos aterroriza pensar que estamos muertos desde el primer momento. Somos el miedo vivo a la muerte que nos toca arrastrar.
Vivir significa desaparecer, dejar una huella en el cementerio de las que no se borran.
A veces, siento la tentación de plantearme la muerte como mi gran problema. Pero mi único problema es encontrarme, saber qué, cómo o para qué. Es la única forma que se me ocurre para vivir esta muerte. Y la de los demás. La de los compañeros de vagón. Esos a los que comienzo a mirar para que me devuelvan el reflejo de lo que soy.
© Del Texto: Gabriel Ramírez Lozano

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1 comentario:

Ana María Lozano dijo...

Ni decir tendría, pues lo he comentado ya en alguna ocasión, que este temita me da miedo, que miedo:terror, y me acompaña desde siempre. (A veces pienso, que al cumplir años lo voy "aceptando" algo más, no lo sé).
Yo pienso lo mismo. Veo cordura en este razonamiento, veo lógica aplastante, desgraciadamente para mí, para todos.
También leí, no recuerdo donde, que nuestra muerte no existe para nosotros, la que existe es la de los demás. Los otros nos verán. Nosotros, a Dios gracias, no nos veremos cuando nos hayamos ido.
Aunque pensándolo friamente, también es más que molesto, que los demás nos vean en un estado, digamos... "incómodo" de ser vistos, íntimo, y tan íntimo. Más incluso que la propia desnudez de nuestros cuerpos. Eso, al fin y al cabo es la naturaleza, es algo natural, es vida. Lo otro es lo contrario.

Me pregunto cómo se puede uno definir como "feliz" en esta vida, sabiendo a ciencia cierta, que sea cual sea la razón que nos hace felices (a ratitos al menos), lo vamos a perder para siempre... es duro, pero de ser cierto, cómo ser felices esperando que nos roben a nuestros seres amados, al no verlos más, un día maldito en el que ya no sentiremos nada. La nada más absoluta. Algo parecido a antes de nacer. A estar en un quirófano anestesiados, y al despertar, parece que venimos del "más allá".
O en el mejor de los casos, otra vida. Pero con otros 'trajes'. Los de aquí no nos los llevamos. Esto con suerte, decía. Un mar de dudas... soy.