Pensar una vida es cuestión de paciencia y de cordura aunque pueda hacerse en un par de segundos. Julio Cortazar ya enseñó en su cuento “El perseguidor” que entre parada y parada de un viaje en metro pueden pasar por la mente años de existencia. Un relato muy recomendable para el que quiera acercarse a las distorsiones espacio-temporales que en literatura se producen con cierta frecuencia y mucha facilidad.
Pero puede ocurrir justo lo contrario. Podría ser que estuviéramos dándole vueltas a un segundo de nuestra vida horas y horas. Sin parar. Por eso es cuestión de paciencia. Y de cordura, creo. No estoy seguro de que eso sea lo mejor.
Podemos llenar una vida con el pensamiento de un segundo. O quizás, un segundo envolverá una vida entera al pensarla. El tiempo es así de flexible.
“Tomé un último trago de aquel elixir y tuvieron que pasar veinte años hasta que lo pude hacer por segunda vez. Recordaba el sabor perfectamente”. ¿Lo ven? Veinte años en un par de frases. Cuatro segundos, casi cinco de lectura. Una sensación esperada durante tanto tiempo se convierte en unos segundos. Es lo bueno del tiempo. Lo podemos estirar o encoger a nuestro gusto. Y no pasa nada.
Estoy a punto de cumplir cuarenta y dos años. Miro atrás y no sé qué hacer. Podría decir y pensar que he sido feliz, que sigo vivo o algo parecido. Mi vida reducida a un instante gracias al lenguaje. Pero podría dedicarme a escribir páginas y páginas relatando todo lo que recuerdo de esos años. Desde la primera imagen que conservo hasta este mismo momento. La vida narrada intentando detallar cada segundo. Pero me temo que es lo mismo. No sé si vale la pena el esfuerzo. ¿Es necesario recordar cómo fueron mis primeros quince años de vida? ¿Quizás sea mejor centrar los esfuerzos en lo que sentí el día que mi madre me soltó la mano en la puerta del colegio y pensar ese instante una y otra vez? No lo sé. Prefiero reflexionar sobre lo que queda por delante. Treinta años o un par de minutos. Depende de cómo lo quiera mirar.
Y el caso es que mola tener esa posibilidad. Treinta años o dos minutos. Lo que yo quiera.
Pero puede ocurrir justo lo contrario. Podría ser que estuviéramos dándole vueltas a un segundo de nuestra vida horas y horas. Sin parar. Por eso es cuestión de paciencia. Y de cordura, creo. No estoy seguro de que eso sea lo mejor.
Podemos llenar una vida con el pensamiento de un segundo. O quizás, un segundo envolverá una vida entera al pensarla. El tiempo es así de flexible.
“Tomé un último trago de aquel elixir y tuvieron que pasar veinte años hasta que lo pude hacer por segunda vez. Recordaba el sabor perfectamente”. ¿Lo ven? Veinte años en un par de frases. Cuatro segundos, casi cinco de lectura. Una sensación esperada durante tanto tiempo se convierte en unos segundos. Es lo bueno del tiempo. Lo podemos estirar o encoger a nuestro gusto. Y no pasa nada.
Estoy a punto de cumplir cuarenta y dos años. Miro atrás y no sé qué hacer. Podría decir y pensar que he sido feliz, que sigo vivo o algo parecido. Mi vida reducida a un instante gracias al lenguaje. Pero podría dedicarme a escribir páginas y páginas relatando todo lo que recuerdo de esos años. Desde la primera imagen que conservo hasta este mismo momento. La vida narrada intentando detallar cada segundo. Pero me temo que es lo mismo. No sé si vale la pena el esfuerzo. ¿Es necesario recordar cómo fueron mis primeros quince años de vida? ¿Quizás sea mejor centrar los esfuerzos en lo que sentí el día que mi madre me soltó la mano en la puerta del colegio y pensar ese instante una y otra vez? No lo sé. Prefiero reflexionar sobre lo que queda por delante. Treinta años o un par de minutos. Depende de cómo lo quiera mirar.
Y el caso es que mola tener esa posibilidad. Treinta años o dos minutos. Lo que yo quiera.
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