15/4/06

Los regalos de la tía Flora


Solemos dar consejos con cierta facilidad. Los recibimos con bastante menos. Es normal. Cuando escuchamos a alguien dictando una especie de guía del buen hacer y entender sabemos que, en realidad, lo que quiere es convertirnos en su reflejo, en una mala copia que ya no cometerá errores a cambio de hacer las cosas del mismo modo que él mismo las vivió, eso sí, habiendo corregido ya los defectos. Y lo sabemos porque lo hacemos todos. No voy a dudar de nuestra buena intención cuando procuramos arreglar la vida de otros, ni voy a decir que eso de dar consejos es cosa de gente pesada. No lo creo. Pero sí me parece que la actitud del que se acerca para hacer un favor es siempre sospechosa. Cuando alguien hace algo que le hace sentir bien, malo.
Más de una vez me han dicho que estando dentro no podemos ver nada con claridad, que las cosas se ven mejor desde una zona neutral, desde la distancia necesaria para poder analizar y valorar las cosas. Desde ahí se dan los consejos. Y con la experiencia como certificado de garantía.
Pues no. Tengo aprendido desde hace tiempo que eso no es verdad. Cada problema es diferente y se resuelve de modo distinto, cada uno de nosotros queremos hacer con nuestra vida lo que nos parece mejor y esto incluye el poder cometer equivocaciones. Las cosas se ven con claridad cuando las sufres o disfrutas. Nunca desde una posición lejana. Puede ser que la experiencia de otro en circunstancias similares sirva de ayuda. Puede ser. Lo seguro es que la experiencia de uno mismo obliga a que tomes una decisión u otra. Mejor o peor, pero propia. Así no tenemos que convertirnos en copia de otro, podemos seguir siendo nosotros mismos.
No me gusta arreglar la vida de nadie porque tengo bastante con pensar en la mía. No me gusta que intenten ordenarme la existencia. Quisiera buscar mi propia felicidad o mi propia desgracia. Por ello recibo consejos como hago con esos regalos de la tía Flora: se agradecen y se meten en un cajón salvo que acierte y traiga justo lo que necesitaba en ese momento. Cosa rara. Y los doy porque, a veces, no tengo más remedio, pero con la esperanza de que no me hagan mucho caso.
Acabo de dejar el ejemplar de “El gatopardo” sobre la mesa. Aún suena “Reflections” de Stan Getz. Un libro estupendo. Igual que la música de Getz. Tengo la sensación de leer y escuchar lo olvidado. Al menos por casi todos.
El jazz de Getz es de ese que se podía bailar, que se escuchaba en las buenas películas (ese mismo o algún plagio más o menos descarado), de ese que la gente no escucha porque suena algo anejo. Conozco a más de uno que confundiría esta música con la que se puede oír en los ascensores o en las salas de espera de dentistas y ginecólogos. La novela de Giuseppe Tomasi Di Lampedusa es uno de esos libros en los que el lector descubre el mundo. Una parte de él que es autónomo. Es una novela que no quería volver a leer. Siempre tengo la misma sensación con los relatos que me gustaron mucho al leerlos. Creo que si las abro de nuevo exigiré más de la cuenta y prefiero quedarme con esa primera y única lectura. Sin embargo, esta ha aguantado esta segunda y aguantaría muchas más. Tantas como soporta mi experiencia si le echo un vistazo. Podría hacer una larga lista con lo bueno, lo malo, los errores y los aciertos. De la novela y de mi vida.Pero ambas cosas son como son y nada puede cambiar lo que ya ha sido. Ni son modelos definitivos para nada ni nadie. Y el saxo de Getz suena añejo. Afortunadamente.

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