Ahora los días son más largos. Todo parece moverse con otra gracia, con una vitalidad acumulada durante meses. Los niños corretean mientras los adultos van paseando con cierta despreocupación, los ancianos siguen sentados en el mismo banco de siempre aunque sonríen. Supongo que se sienten más acompañados. Guzmán juega con la tierra. Llena su cubo de plástico y lo vuelca una y otra vez. Lo llena con el cuidado del artista y lo vacía sobre sí mismo con la fiereza de un niño. Cada dos por tres se acerca y me pide que le quite los zapatos. Le molesta la arena.
Encuentra un amigo armado con cubo y pala propios. Se sientan. Juegan uno junto al otro. La mamá de Alfredo (me ha parecido que le llamaba así) se queda junto a los pequeños. Aprovecho para sacar de la bolsa el ejemplar de “Mao. La historia desconocida”. Menuda alhaja este Mao. Setenta millones de muertos a sus espaldas. Stalin, Hitler, Pinochet o Franco parecen angelitos a su lado. El libro es muy interesante. Eso sí, algunas páginas ponen los pelos de punta. Lo firman Jung Chang y su marido Jon Halliday.
Voy leyendo y, de vez en cuando, miro a Guzmán. Sigue a lo suyo. Aprovecho para anotar alguna cosa al margen o pequeñas reflexiones en la agenda. No entiendo cómo han podido ocurrir cosas como las que se describen en este libro. Alzo la vista para pensar.
Una pareja camina junto a su hijo. Debe tener la misma edad que el joven Guzmán. Corre moviendo todas y cada una de las partes de su cuerpecito. Lleva en la mano una piedra que tira sin ton ni son. Los padres charlan. Tranquilos. Observando a su pequeño. Y pienso en lo privilegiados que nos podemos sentir. Y en la cantidad de personas que llegan cada día a las costas españolas. Quieren vivir así. Los cayucos son el resultado de la desidia occidental. Dejamos que se mueran de hambre, que gentes como Mao gobiernen para aniquilar todo y a todos los que representan un obstáculo por pequeño que sea. Mientras, paseamos tranquilos.
Se aproxima un perro al niño. Se ríe nervioso. Los padres le dicen que no pasa nada. El dueño deja que el niño acaricie al perro. Continua poco después. Se acercan tres chavales. Pantalones anchos, todos con gorra. Parecen sudamericanos. Los padres buscan al pequeño y le sientan en el cochecito. Miran con cierto recelo a los tres chicos que hablan entre ellos. Uno hace un gesto al niño. Cariñoso. Los padres no hacen caso. Se van. Pero el niño mira al muchacho que repite el gesto y ríe.
Mao, Stalin o Hitler hicieron creer a su pueblo que lo que hacían era lo justo, que era por el bien de todos, que no se trataba de ninguna salvajada eso de matar al que protestaba o era judío. Los ministerios de propaganda eran certeros, infalibles. A nosotros nos están enseñando que lo de fuera es un peligro, que esto es una invasión. Ya veremos cómo acaba este asunto. Mientras nos sintamos más seguros rodeados de perros que de chavales vestidos de forma extravagante la cosa no podrá arreglarse de ninguna manera. Nos gusta tener a esa gente recogiendo alcachofas porque no queremos hacerlo nosotros. Cobran una miseria y nos da lo mismo. Miramos hacia otro lado cuando sabemos que viven como piojos en pisos alquilados por amigos o conocidos. Si les vemos a distancia mejor. La chica que ayuda en casa ha de ganar poco y si se va a otro sitio porque le pagan más decimos que es una desagradecida y una lista. Claro, claro, qué buenos somos. Son ellos los desvergonzados.
Algunos de los que llegan son unos indeseables. Eso es seguro. Me gustaría que les metieran en un avión y les llevasen de regreso a no sé qué sitio. Pero, del mismo modo, me encantaría que dejaran de venderme a los inmigrantes como si fueran el demonio. Mala gente siempre hubo. De todos los colores. Y buena. De todos los colores también. La gente necesita una oportunidad. No podemos dejar que se mueran del asco. O los dejamos llegar hasta nosotros o les financiamos lo que haga falta para que puedan vivir decentemente. Lo más gracioso de todo es que en un país en el que se declara católico un buen número de habitantes pasen estas cosas. Ya dijo alguien que lo peor del cristianismo eran los cristianos. Se nos olvida (a los cristianos) que Dios no entiende de papeles. Igual me borro y me fabrico una religión. Ganas no me faltan.
Guzmán vuelca un cubo de arena sobre el otro niño. Uno llora y el otro se parte de risa. Acudo para disculparme. Acaricio al agredido que se calma. Le digo a Guzmán que nos vamos. Besa al otro niño, dice adiós. Alfredo responde de la misma forma. Se nota que no escuchan a los políticos. Ojalá les dure mucho.
Encuentra un amigo armado con cubo y pala propios. Se sientan. Juegan uno junto al otro. La mamá de Alfredo (me ha parecido que le llamaba así) se queda junto a los pequeños. Aprovecho para sacar de la bolsa el ejemplar de “Mao. La historia desconocida”. Menuda alhaja este Mao. Setenta millones de muertos a sus espaldas. Stalin, Hitler, Pinochet o Franco parecen angelitos a su lado. El libro es muy interesante. Eso sí, algunas páginas ponen los pelos de punta. Lo firman Jung Chang y su marido Jon Halliday.
Voy leyendo y, de vez en cuando, miro a Guzmán. Sigue a lo suyo. Aprovecho para anotar alguna cosa al margen o pequeñas reflexiones en la agenda. No entiendo cómo han podido ocurrir cosas como las que se describen en este libro. Alzo la vista para pensar.
Una pareja camina junto a su hijo. Debe tener la misma edad que el joven Guzmán. Corre moviendo todas y cada una de las partes de su cuerpecito. Lleva en la mano una piedra que tira sin ton ni son. Los padres charlan. Tranquilos. Observando a su pequeño. Y pienso en lo privilegiados que nos podemos sentir. Y en la cantidad de personas que llegan cada día a las costas españolas. Quieren vivir así. Los cayucos son el resultado de la desidia occidental. Dejamos que se mueran de hambre, que gentes como Mao gobiernen para aniquilar todo y a todos los que representan un obstáculo por pequeño que sea. Mientras, paseamos tranquilos.
Se aproxima un perro al niño. Se ríe nervioso. Los padres le dicen que no pasa nada. El dueño deja que el niño acaricie al perro. Continua poco después. Se acercan tres chavales. Pantalones anchos, todos con gorra. Parecen sudamericanos. Los padres buscan al pequeño y le sientan en el cochecito. Miran con cierto recelo a los tres chicos que hablan entre ellos. Uno hace un gesto al niño. Cariñoso. Los padres no hacen caso. Se van. Pero el niño mira al muchacho que repite el gesto y ríe.
Mao, Stalin o Hitler hicieron creer a su pueblo que lo que hacían era lo justo, que era por el bien de todos, que no se trataba de ninguna salvajada eso de matar al que protestaba o era judío. Los ministerios de propaganda eran certeros, infalibles. A nosotros nos están enseñando que lo de fuera es un peligro, que esto es una invasión. Ya veremos cómo acaba este asunto. Mientras nos sintamos más seguros rodeados de perros que de chavales vestidos de forma extravagante la cosa no podrá arreglarse de ninguna manera. Nos gusta tener a esa gente recogiendo alcachofas porque no queremos hacerlo nosotros. Cobran una miseria y nos da lo mismo. Miramos hacia otro lado cuando sabemos que viven como piojos en pisos alquilados por amigos o conocidos. Si les vemos a distancia mejor. La chica que ayuda en casa ha de ganar poco y si se va a otro sitio porque le pagan más decimos que es una desagradecida y una lista. Claro, claro, qué buenos somos. Son ellos los desvergonzados.
Algunos de los que llegan son unos indeseables. Eso es seguro. Me gustaría que les metieran en un avión y les llevasen de regreso a no sé qué sitio. Pero, del mismo modo, me encantaría que dejaran de venderme a los inmigrantes como si fueran el demonio. Mala gente siempre hubo. De todos los colores. Y buena. De todos los colores también. La gente necesita una oportunidad. No podemos dejar que se mueran del asco. O los dejamos llegar hasta nosotros o les financiamos lo que haga falta para que puedan vivir decentemente. Lo más gracioso de todo es que en un país en el que se declara católico un buen número de habitantes pasen estas cosas. Ya dijo alguien que lo peor del cristianismo eran los cristianos. Se nos olvida (a los cristianos) que Dios no entiende de papeles. Igual me borro y me fabrico una religión. Ganas no me faltan.
Guzmán vuelca un cubo de arena sobre el otro niño. Uno llora y el otro se parte de risa. Acudo para disculparme. Acaricio al agredido que se calma. Le digo a Guzmán que nos vamos. Besa al otro niño, dice adiós. Alfredo responde de la misma forma. Se nota que no escuchan a los políticos. Ojalá les dure mucho.
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