El frío es intenso en Madrid. No termino de recuperarme del constipado que me agarró hace más de un mes. Y el frío ya no dará tregua durante muchos días. Creo. Mientras escribo voy disfrutando una de las versiones que más me gustan de Someday My Prince Will Come. Pilotando Wynton Kelly. Con el frío los días se alargan en casa evitando males mayores. Buena música, buena literatura y juegos infantiles que hagan llevadero un pasar del tiempo reducido por cuatro o cinco cosas. Importantes aunque pocas.
Hace unos días terminé de leer “Conversación en La Catedral”. No es la primera vez que lo hago ni será la última. Es lo único bueno de los catarros. Te permiten encontrar una excusa inmejorable para no salir de casa y buscar un buen libro en la biblioteca, sentarte en el sillón y nada más.
La novela de Vargas Llosa es exigente con el lector. Mucho. Los cambios de registro constantes. El número de personajes extenso. Las modificaciones en el tempo acompasados con las bruscas variaciones espaciales y temporales hacen obligatoria una alerta que impida perder el ritmo narrativo. El vocabulario desconocido. Frases inacabadas en las que la reverberación del lenguaje aparece con claridad aunque producen un pequeño conflicto hasta aprender a leer de este modo. Diálogos de una potencia descomunal que dibujan los rasgos fundamentales de cada personaje a veces sin que lo sepan ellos mismos. Conozco excelentes lectores que nunca pudieron con este libro. Algunos renunciaron en la página diez. Pero también es cierto que somos muchos los que la hemos leído y (casi siempre) releído dos, tres y cuatro veces.
Dicen que esta novela es esencialmente una crónica política de un momento muy concreto vivido en Perú. Efectivamente el motor de la novela es ese, pero no deja de ser un vehículo, una forma de llegar a lo verdaderamente importante. Tan sólo un vehículo. Es el reproche lo esencial de la obra, la angustia que genera poner en tela de juicio la propia existencia y la de los demás porque algo fue distinto a lo esperado, por una traición de la que todos son responsables aunque es uno sólo el que carga con ella.
Tengo aprendido que reprochar es arrimar la culpa al otro sin hacerse preguntas. Eso o formularlas teniendo preparada una respuesta que empuja con fuerza el conflicto evitando el roce. Todo lo anterior deja de tener significado, importancia. El sujeto se parapeta tras el altar de la media verdad cargado de razón, generalmente apoyado por el que quiere escuchar un relato que cuenta con el narrador equivocado. Supongo que es una de las razones por la que me gusta tanto volver a leer esta novela. La tesis que maneja es similar.
Zavalita (personaje principal de la novela de Vargas Llosa) se pregunta de forma obsesiva cuándo se vino abajo su mundo, qué fue lo que hizo mal en primer lugar. Todo está en contra y quiere saber el porqué. El lector va descubriendo que las cosas son como son porque todos han hecho que así fuera y que es tan culpable como el resto de personajes aunque aparezca como único responsable.
Acaba su conversación con Ambrosio y se levanta sabiendo, pero sin ninguna esperanza. Todo seguirá igual. Su sentimiento de culpa seguirá creciendo de forma exponencial a pesar de todo. Zavalita es un personaje que hace lo que debe y paga lo que le dicen sin rechistar. Sabe que las cosas funcionan así.
La lectura de “Conversación en La Catedral” me recuerda (siempre) que ser escritor es lo mismo que arriesgar; que poner en juego lo más íntimo, lo más oculto de uno mismo es el único camino posible para llegar a entender.
El que tenga un poco de tiempo o un constipado que no pierda la oportunidad de echar un vistazo a esta novela. Tenemos una excusa perfecta para quedarnos en casa. El frío no va a darnos tregua, ni la vida, ni la literatura.
© Del texto: Gabriel Ramírez Lozano
1 comentario:
Gracias, tomo nota.
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