Se sientan, como tantas veces, en la mesa número doce. Ninguno de los dos recuerda qué les hizo elegir esa y no otra la primera vez. Un café con leche, tostada y dos bolsitas de azúcar para ella. Una copa de cava para él. Escriben desde el principio. Apenas se miran. Van llenando cuartillas que apartan y dejan en el centro de la mesa. Cuando él acaba, estira la espalda y echa la cabeza hacia detrás. La mueve de un lado a otro. Ella hace un gesto pidiendo que espere un poco, sólo un poco más. Tres cuartillas ella. Algo más de cuatro él. Las colocan y se las entregan uno a otro.
- ¿Qué es esto? dice él, contrariado. No tiene pinta de relato, así que tendrás que explicarme lo que dice.
- Yo creo que está muy claro. ¿Qué explicaciones necesitas?
- ¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica? ¿Qué te ha prometido? Esas cosas.
- Ahí no habla de nadie que no seas tú o yo misma.
- Estas cosas nunca suceden si no hay un tercero. Sería la primera vez.
Ella apoya el codo en la mesa, la cabeza en el dedo pulgar (entre las cejas, los ojos cerrados, el cigarro humeando entre otros dos dedos). Vamos, tú no puedes ser como todos los demás, no, tú eres un tipo inteligente, no me decepciones, dice despacio, casi con el mismo tono que le pediría a un Dios unos minutos más de vida para poder despedirse de los que ama.
- No esperes que lo comprenda. Nadie ha sido capaz de entender su propia demolición. Nadie. ¿Por qué?
- Ya no soy la chica que conociste, ni mis gustos son los mismos, ni veo las cosas del mismo modo. Todo cambia. Ahora te quiero como puedo. Y no pongas esa cara. Esto le pasa a todo el mundo. Unos lo dicen, otros no. Esa es la diferencia.
- Yo también he cambiado, pero aquí sigo. Me adapto, intento buscar la manera de encajar las piezas cada mañana.
- No quiero morirme pensando que he desperdiciado la vida.
- Pues eso te ocurrirá de un modo u otro.
Se levantan y regresan a casa.
Dos días después, ella ya no está. Y él, que sabe que la inteligencia sirve para unas cosas y no para otras, se sienta a esperar. Ya puede escuchar el ruido de las máquinas que llegan para derribar. Y ella, desde donde está, mira alrededor. Las maquinas ya pasaron por allí.
© Del Texto: Gabriel Ramírez Lozano
- ¿Qué es esto? dice él, contrariado. No tiene pinta de relato, así que tendrás que explicarme lo que dice.
- Yo creo que está muy claro. ¿Qué explicaciones necesitas?
- ¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica? ¿Qué te ha prometido? Esas cosas.
- Ahí no habla de nadie que no seas tú o yo misma.
- Estas cosas nunca suceden si no hay un tercero. Sería la primera vez.
Ella apoya el codo en la mesa, la cabeza en el dedo pulgar (entre las cejas, los ojos cerrados, el cigarro humeando entre otros dos dedos). Vamos, tú no puedes ser como todos los demás, no, tú eres un tipo inteligente, no me decepciones, dice despacio, casi con el mismo tono que le pediría a un Dios unos minutos más de vida para poder despedirse de los que ama.
- No esperes que lo comprenda. Nadie ha sido capaz de entender su propia demolición. Nadie. ¿Por qué?
- Ya no soy la chica que conociste, ni mis gustos son los mismos, ni veo las cosas del mismo modo. Todo cambia. Ahora te quiero como puedo. Y no pongas esa cara. Esto le pasa a todo el mundo. Unos lo dicen, otros no. Esa es la diferencia.
- Yo también he cambiado, pero aquí sigo. Me adapto, intento buscar la manera de encajar las piezas cada mañana.
- No quiero morirme pensando que he desperdiciado la vida.
- Pues eso te ocurrirá de un modo u otro.
Se levantan y regresan a casa.
Dos días después, ella ya no está. Y él, que sabe que la inteligencia sirve para unas cosas y no para otras, se sienta a esperar. Ya puede escuchar el ruido de las máquinas que llegan para derribar. Y ella, desde donde está, mira alrededor. Las maquinas ya pasaron por allí.
© Del Texto: Gabriel Ramírez Lozano
Diego el Cigala y Bebo Valdes -
3 comentarios:
Así es. Me gusta.
Este sí, que sí.
Terriblemente cierto.
Demoledor..y terriblemente cierto!!!
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