G. ha salido a comprar el pan, un par de periódicos y una lata de pimiento morrón. Camina saludando a todos los conocidos, a los que no ha visto en su vida e, incluso, a los que no están. Siempre se ha considerado un tipo de lo más educado. No quiere que su reputación se venga abajo.
En la panadería compra media docena de palmeras cubiertas de chocolate. En el quiosco, diez bolsas de cromos. Cuando llega a la tienda de ultramarinos (en su barrio quedan abiertas treinta y seis mil) pide kilo y medio de habas, cuarto y mitad de bacalao sin espinas y un puñado de polvorones que pesa el tendero con la romana de toda la vida. Trescientos gramos bien pesados, dice. G. calcula que, como mucho, en el paquete hay cien gramos.
De regreso, G. decide pasar a un salón en el que se reúnen masones para discutir de sus cosas. Espera encontrar un gran número de ellos aunque es domingo y las reuniones están programadas los martes y jueves por la noche. Su decepción es grande. Cada domingo le sucede lo mismo. Pero no termina de acostumbrarse. Sale cabizbajo.
De buenas a primeras, se le aparece Dios. G. le invita a ir al cine. Sesión matinal. Dios le recuerda que él está en todas partes incluyendo los rodajes de películas, que ya la ha visto, que se sabe los castings y todo.
Decepcionado, se va a casa. Siente sed. Como dicen que el pescado la alivia, muerde y mastica el bacalao.
Piensa en lo que puede ser la felicidad. Y cuando le ha dado las vueltas suficientes decide dormir para poder soñar con un mundo perfecto. Cierra los ojos. Duerme.
G. camina por su calle. No saluda a nadie. Intenta que no le vean. Se siente anónimo y cualquier otra cosa le inquieta. Ha comprado una pizza precocinada en la tienda de la esquina, en la que te despachan unos señores orientales que sonríen sin ton ni son. El dinero no da para más. Corre para llegar a tiempo. La iglesia abarrotada de señoras envueltas en sus abrigos de piel. Busca a Dios desde siempre aunque no es capaz de adivinar dónde puede encontrarle.
Despierta. Le ha debido sentar mal el bacalao. Una pesadilla. Decide liarse con los polvorones. Siente cierta pesadez en el estómago. Nada mejor que los polvorones.
© Del Texto: Gabriel Ramírez Lozano
Al di Meola, Paco de Lucia, John McLaughlin -
9 comentarios:
Qué suerte, encontrar polvorones en el mes de abril. En mi barrio no quedan tiendas de esas.
Dile a G que no se le ocurra decir Pamplona con el polvorón en la boca. Tas fatal.
Núria A.
Neke, de suerte nada. Que luego hay que buscar a Dios para que haga un milagro con los kilos que nos sobran y no hay manera de encontrarlo. Qué pesadilla.
En fin, que el bueno de G está tan perdido despierto como dormido, ¿no?
¿Cómo es posible que en su barrio pudiera pensar que quedaran abiertos treinta y seis mil ultramarinos cuando en el mejor de caso pudieran quedar algunas, muy pocas, tiendas de alimentación y, si tuviera suerte, en las proximidades alguna gran superficie? ¿Y cómo es posible que en su sueño virtual se molestara en pensar que pasando por el salón de reuniones de los masones pudiera encontrarse con gran número de ellos, de esos de toda la vida, cuando los masones de toda la vida quedaron presos en algún libro especializado al respecto o en alguna revista actual de papel couché?
Como se dice hoy, el bueno de G ¿estaba fumado o qué?
Lo de Dios es muy socorrido. ¡Pobre Dios!
Lo único autentico y verdadero es lo de la indigestión, - muy posible ,- y lo de los polvorones – ,seguro - ; e incluso lo de los polvorones hasta pudiera estar fuera de tiempo.
Las palmeritas de chocolate te hubieran quitado la sed.
Baltasar Gracián, un amigo.
Las palmeritas de chocolate te hubieran quitado la sed.
Fdo: Baltasar Gracián, un amigo
Que BarBaridad!!!
jajajajaja
Que digieras bien todo...
Dios mio y algunas en plena operación Bikini ¡¡
Para la pesadez de estómago, nada como una buena lata de Fabada, de las de siempre, de la abuelita.
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