Tocaba con suavidad todo aquello que encontraba en el camino. Lo hacía desde el día que la dejó dentro de un vagón de tren. No pusieron las manos en el cristal de la ventanilla para despedirse, ni corrió acompañando los primeros metros de un viaje eterno. Ella cerró los ojos para imaginar una vida entera que otra viviría por ella. Él pasó la yema del dedo pulgar por encima de las del resto pensando en la textura de una piel que cedería ante otra corona. Quizás fue un odio que arrasaba cualquier idea, quizás la desesperación. Nadie lo ha sabido nunca. Pero ella viajaba hacia un lugar en el que él no cabía. Pero él se quedaba en un espacio reservado desde siempre al vacío. Y a él.
Tocaba con suavidad cualquier cosa que veía. En las tiendas de comestibles le llamaban la atención exigiendo más respeto e higiene, libros, camisas de seda, cuadernos, maderas, botellas, plantas, árboles, el suelo de los lugares que visitaba. Saludaba con un apretón de manos a los hombres, pero les soltaba dejando que las manos rozasen con un gesto casi infinito. Besaba a las mujeres con la levedad suficiente como para provocar en ellas una duda perpetua, para que se preguntaran sobre lo que buscaba en realidad. Porque sabían que formaban parte de un decorado. Sólo.
Tocaba buscando. Años sin encontrar un tacto que se pareciese al de la mujer. Salvo el roce de la yema de su propio pulgar contra las otras cuatro, nada era evocador.
Fue mucho tiempo después cuando entendió. Su hermano muerto. Las cenizas dentro una urna negra. Espárcelas en cualquier vertedero, le dijo. Mete la mano, toca. Y siente ese tacto aprendido de pulgar contra los demás. Yemas convertidas en cenizas. La vida que se escapa en un vagón de tren. La muerte en el lugar que le tocó desde el principio. Y a él, desde que el tren salió de aquella estación. La textura de una piel.
Dicen que el hombre desapareció al día siguiente, que algunos le vieron subirse a un tren. Sin equipaje. Alguno afirma haberle visto paseando con una mujer en otra ciudad. Que pasean mientras él habla y ella, con los ojos cerrados, escucha sin decir una sola palabra. Pero nadie sabe la verdad. Nadie la supo nunca.
© Del Texto: Gabriel Ramírez Lozano
Monica Molina -
4 comentarios:
Maestro ¡¡¡
El tacto de la pérdida. Con lo fácil que es sentirlo, qué difícil es describirlo y qué bien lo has hecho tú.
Totalmente de acuerdo con el comentario de Edda
Que descrpciòn has hecho
joooooopelines... me hicistes emocionar... Tela!!
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