En alguna parte del mundo se encuentra lo que buscamos. Detrás de una piedra que nunca quisimos mover, en el tren que perdimos, en la oficina que vemos desde nuestra ventana, quizás a metro y medio de nosotros. En nosotros mismos, por qué no. Pero no miramos.
Los escritores sabemos esto. Al menos lo intuimos desde el momento en que tomamos lápiz y papel con la intención de serlo. La pena es que olvidamos antes de tiempo que andamos buscando esas cosas que siempre se nos escapan. Mirar de frente (sólo) o mirar hacia atrás (sólo) es un error que se paga caro. Se trata de no perder la condición del niño que tarda en recorrer unos metros lo mismo que un adulto un millón de kilómetros, o de años. Los críos paran para observar de cerca todo aquello con lo se encuentran, se agachan para agarrar cualquier cosa que se pone a su alcance, y miran a derecha y a izquierda, levantan la mirada, la vuelven a fijar en el charco que pisan, disfrutan ensuciando la ropa aún sabiendo que alguien les reñirá. Los escritores también, creo yo. Los que terminan mirando en una sola dirección dejan de serlo. No querer saber qué demonios hacemos aquí es quedar vacío.
Algunos lo olvidan cegados por lo brillante de aparecer en las fiestas de postín literario, otros cuando resuelven su futuro, los más cuando comprueban que el suyo se hace imposible y deciden escribir cualquier cosa a cambio de poder sobrevivir. Pocos, sin embargo, saben que eso no puede ser, que el compromiso de un escritor con el mundo es cosa seria. El que quiere escribir para evadirse no será nunca escritor porque serlo significa sufrir, enfrentar una realidad dura e hiriente para explicarla.
Hace unos días comentaba con mi buen amigo Juan Carlos Suñén algunos textos bíblicos. Siempre llegamos al mismo lugar: el hombre podría carecer de la rueda y sobrevivir, de la técnica, incluso de la religión, pero nunca el ser humano saldría adelante sin el relato, sin la explicación de sí mismo, sin esa mitología que tenemos olvidada y que nos haría mucho más grandes (por eso las religiones se apoderaron siempre de los mitos, para manejar a su antojo al ser humano. Los clérigos siempre supieron que este es el talón de Aquiles de la humanidad). Todo es entendido desde esos territorios mitológicos que Eliade definía como “el entramado de la esencia del hombre”.
Está muy bien vender ejemplares de las novelas o poemarios (a mí me produce una gran satisfacción), aparecer en la televisión llena de orgullo (sobre todo a las madres de los escritores), todo eso es estupendo, pero no podemos olvidar que estamos en este mundo para contarlo, que nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que uno puede imaginar cuando decide dedicarse a esto. Pesa, fatiga. Nos obliga a no dejar de buscar, ya sea moviendo las piedras, viajando en tren sin ton ni son o en nosotros mismos, mirando en todas las direcciones hasta que encontramos una senda que pasearemos hasta agotarla, hasta convertirla en transitable para los demás. Eso es lo grande de la literatura. Y lo que da miedo al que escribe.
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