18/1/06

Yo mato, tú matas, me muero.


Si no podemos tocar algo su explicación parece imposible. Tal y como están las cosas, lo inmaterial no existe, ni es. Todo se reduce a eso. Te toco, te creo, te explico, me importas.
Puede ser Dios o puede ser el alma. Negar lo divino o lo que está próximo es tan habitual que parece carecer de importancia. Y no es mi intención parar aquí. Nunca lo hago salvo si estoy a solas.
Pero me paro y pienso (escribiendo, para que me vean hacerlo). Y digo. Nos estamos negando unos a otros. Por ejemplo ¿quién entiende la depresión ajena? Sólo los que la pasan o ya la sufrieron. Si no pertenecemos a ese grupo ni nos hacemos cargo del problema, ni gastamos un minuto en intentar acercarnos seriamente. Si nos estuvieran contando los problemas financieros de un desconocido sería otra cosa. Cien mil euros de deuda. Qué horror. Pero qué bien lo entiendo todo.
Sin embargo, escuchamos: Me muero de pena. Pensamos: No sé de qué coño me hablas.
Con la negación de lo inmaterial, con la exaltación de la razón como único recurso para poder sobrevivir nos estamos matando. Unos a otros.
Entendemos que una jovencita escape de casa para casarse con un tipo cincuenta años mayor que ella y forrado de pasta. La cosa se puede medir. Vivirá estupendamente, y si se separa tendrá una pensión maravillosa, y si el viejo muere antes de tiempo lo tendrá todo sin tener que pasar por caja cada noche. Eso lo entendemos muy bien.
Al contrario también. Fulano se traslada a la India. Se va a no sé qué centro de cooperación internacional. Renuncia a todo. Menudo gilipollas. Lo ven. También se puede medir. Más tienes, más vales. Más estás dispuesto a perder, más imbécil te ven.
Lo que no entendemos es que nos den el coñazo con cosas incomprensibles. ¿Eso se puede tocar, se puede comprar en algún hipermercado? Pues no me interesa, oiga. Y nadie parece darse cuenta de una cosa tan evidente, tan evidente, que lo es. El ser humano es lo más incomprensible que hay en este mundo, aunque pese, aunque tenga altura, aunque se pueda tocar. Pero añade lo que llamamos inteligencia. La inteligencia mueve al ser humano. No se puede tocar. No la entendemos. Nos hace sentir incómodos. Intentamos no saber nada de la ajena. Y no queremos saber nada de la nuestra. Y matamos, poco a poco, al de al lado. Más tarde a nosotros mismos al despanzurrarnos frente al televisor. Y estamos más muertos que vivos cuando nos damos cuenta. Somos unos suicidas en potencia. Todos. Aunque entendemos muy bien lo que significa tener dinero o que una jovencita cambie lo mejor de su vida por un abrigo de piel.

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