Todos necesitamos estar anclados a la realidad. De otro modo acabaríamos en un centro especializado en enfermedades mentales. No conozco una sola excepción.
Durante nuestra vida, acumulamos lo mejor que hemos ido encontrando en el camino para poder fabricar lo que imaginamos que son las raíces necesarias para salir adelante. Las extendemos tanto como podemos. Estiramos de las puntas para que nos aguanten. Las mimamos. Ocultándolas, sin que nadie sepa que existen, creemos estar mejor protegidos. Y nos anclamos al terreno con ellas. Creemos estar arraigados. Sujetos como un árbol milenario o como un arbusto enclenque, eso es lo de menos. Al fin y al cabo sujetos al territorio en el que nos toca. Podemos pasar años sin movernos un solo milímetro. Y eso nos hace más felices.
Van llegando los golpes y sentimos que siempre nos queda eso que hemos dejado a salvo de la propia vida. Nos hace un poco más llevadera la mortalidad. Los valores, las creencias, la tradición que aprendimos de los mayores y tenemos como cimiento, una experiencia que enseña lo opaco de la felicidad, o la luz en el extremo del daño. Y aguantamos gracias a eso. No hay nada en el mundo que pueda con nuestro anclaje a la realidad. Ni la muerte de otros, ni el fracaso, ni la humillación, ni siquiera nosotros mismos porque, finalmente, cedemos ante lo primigenio. Eso creemos. Y es mentira, una terrible mentira.
Tanto si el ariete es potente, como si la realidad cambia, esos cimientos deben modificar su posición. Con algo de suerte podemos movernos un poquito y volver a plantarnos. O no. Sin tener una pizca de fortuna podemos aparecer en cualquier sitio con la mitad de equipaje o sin nada. Nos vemos obligados a recoger lo que queda de eso que pensábamos inamovible y buscamos una zona en la que instalarnos durante otro periodo de tiempo. Y siempre deseamos que sea definitivo. Porque el miedo es así. Quiere que todo siga siendo lo mismo.
Resistir se hace inútil y peligroso cuando lo que empuja es inevitable, necesario (es decir, cualquier cosa). Aferrarse a lo que sujetó durante años es posible. Lo que se hace inviable es vivir con esa postura cuando ya nada es igual. Por eso hay que tener el equipaje preparado. Todo ordenado y dispuesto para mudarse de sí mismo a otro yo. En maletas de cuero o bolsas de plástico, con protección o sin ella. Como cuando hay que abandonar un barco a punto de naufragar habrá que elegir lo imprescindible, lo que menos pese. ¿Dónde quiere ir nadie con las maletas llenas de moral? Mucho peso. ¿Para qué sirven los paquetes de dolor viejo? No deberían caber esa nueva ubicación.
Creo yo que de lo que se trata es de soltar lastre en cada movimiento, de cambiar la piel si es necesario, de echar otra vez las muelas. Mudarse y no decorar la casa a tu gusto (aunque solo sea un poquito) está de más. Y si la casa es uno mismo el problema se hace mucho más grande. Mejor aguantar en el mismo sitio. Total, el efecto es similar: dejas de ser tú y quedas en tierra de nadie, sin un anclaje que llevarte a la boca. Una tristeza muy común. Y, aviso a navegantes, los centros de salud mental ya no tienen capacidad para más. Normal, normal. Que nadie se eche las manos a la cabeza.
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