Caminar por las calles de Madrid es siempre agradable. En esta época del año es, sobre todo, divertido.
Ayer estuve paseando la Plaza de Oriente y sus alrededores. Mientras estaba sentado en el suelo para jugar con el joven Guzmán (somos los dos un par de exhibicionistas consumados y nos gusta sentarnos en medio de los paseos para que nos miren) me fijé en la gente que iba pasando por delante. El que no llevaba un gorro de lana impecable, llevaba un gorro y unos guantes haciendo juego (impecables también). Incluso pude ver como algunos lucían guantes, gorro y bufanda estrenadas ese mismo día (impecable todo e impresionante el despliegue). Todos estrenaban algo. Guzmán y yo nada. No tuvimos la precaución de ponernos nuestros regalos navideños para presumir. Una pena.
Parecía que los únicos que habían sobrevivido a la noche de reyes éramos nosotros. Pero me divertí mucho pensando en cómo el ser humano se disfraza siempre que puede para dejar atrás lo que es. Estrenamos ropa, reloj, gafas o lo que sea, con la urgencia del tiempo que sigue adelante. Antes de salir de casa, nos miramos en el espejo y pensamos lo diferentes que se nos ve con tal o cual cosa (nueva, quizás prestada). Y nos sentimos otro bien distinto al que dejamos en la habitación unos segundos antes. Eso está muy bien. Lo que pasa es que después de navidad todos somos diferentes (excepto Guzmán y yo que olvidamos llevar nuestras bufandas nuevas a pasear), diferentes de mentira, pero diferentes. Y eso crea una confusión enorme. Entramos en la oficina y nos encontramos con fulanito que estrena corbata y se cree otro, menganita se ha maquillado con perlas que realzan un brillo muy especial en el cutis (eso dice la caja, se lo juro, que lo he visto con mis propios ojos) y se cree otra, los zapatos de medio mundo brillan por nuevos, de pronto todo el mundo usa gorrito de lana, bufanda y guantes que hacen juego creyéndose otra cosa… Lo que quiero decir es que da miedo. Si, en realidad, cambiásemos tanto sería muy difícil sobrevivir. Menos mal que es todo una enorme fiesta de disfraces. De las que se acaba con el amanecer o, lo que es peor, a medianoche. Porque una semana después la corbata se ha manchado de café, el cutis ni brilla ni nada porque no tiene remedio, los zapatos necesitan suelas nuevas y hemos perdido la bufanda o los guantes o el gorrito tan mono de lana que tenía un pompón graciosísimo.
Aquí no cambia nadie salvo que la vida le sacuda un trallazo que le deje tambaleándose. Un buen trallazo o un mal trallazo. Eso es igual. Pero aquí no cambia nadie por ponerse un abrigo nuevo. Que no. Nos lo tienen dicho en la televisión (que podemos llegar a ser tal o cual cosa estupenda consumiendo a diestro y siniestro), pero es una mentira enorme. La gran mentira de esta sociedad. Somos lo que somos desnudos o vestidos con un traje de novecientos euros. Incluso seguimos siendo los mismos después de leer ese libro regalado el día de reyes y que no nos interesa en absoluto. Lo leemos por gratitud aunque sabemos que no nos aportará nada de nada.
El caso es que el joven Guzmán limpió media Plaza de Oriente con sus pantalones. Yo la otra mitad. El mundo estrenaba una bufanda o, tal vez, un gorrito. Ni lo sé, ni me importa. Llegamos a casa pesando un kilo más. Qué limpia dejamos la plaza. Éramos los mismos. Incluso después de pasar por la bañera. Confieso que como ya lo sabíamos (no es la primera vez que veo tanto regalo moviéndose por Madrid) reservamos nuestros obsequios para mejor ocasión. Seguramente para cuando los demás no puedan recordar lo que no cambiaron.
Espero que no estrenemos las bufandas en el mes de junio. Menudo calor. Pero sea cuando sea seremos de los pocos que podremos sentirnos especiales. Eso sí, de mentira.
1 comentario:
Ser especial es algo más que vestirse por fuera o sentirse estupendo. Los verdaderamente especiales son los que no necesitan de absolutamente nada, porque lo valioso, lo distinto, lo bueno, lo superior, lo tienen dentro. Lo demás, como dijo alguen un día, pura cosmética.
Núria
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