Cada mañana dejo al joven Guzmán en su guardería. Siete y cuarto de la mañana. Procuramos ser puntuales aunque, a veces, llegamos a las siete y cuarto más cinco o diez minutos. Es igual. Le dejo en la puerta junto a Sonia o Isa (son las que más madrugan), me dice adiós (en realidad dice algo así como adous alargando la ese algo más de la cuenta), lanza tres o cuatro besos con la mano y se da la vuelta. Contento, sonriente, como si fueran las doce de la mañana. Salgo, me subo en el coche y voy hasta la oficina. Cada mañana lo mismo. Pero hoy no. Hoy me siento afortunado porque, al parar en un semáforo de los trescientos o más que tengo que soportar cruzando Madrid, he visto algo especial, diferente. El semáforo ha cambiado el rojo por el verde y no he querido provocar un altercado de orden público quedándome parado para poder mirar aquello. He movido un par de metros el coche dejando pasar al resto. Extrañamente nadie más se quedó para ver el espectáculo. Tendrían prisa. No lo sé. He bajado el cristal de la ventanilla para poder ver mejor, para no perder detalle. Escuchaba una canción (“Senza fine”) y he subido un poquito el volumen, lo justo para no oír el ruido de los coches al pasar, deseaba sentirme aislado durante ese rato. He apoyado el codo izquierdo en la puerta y la frente en la mano abierta. Mirando sin pestañear. Qué imagen tan bella. Un tipo vestido con mono de trabajo azul estaba limpiando la cristalera de una taberna. Una ventana grande. Subía y bajaba el cepillo envuelto en una bayeta gris enjabonando el cristal de izquierda a derecha. Desde arriba hasta la mitad. Más o menos. Y el jabón brillaba. Les aseguro que brillaba. Parecía que el vidrio fuera estallando convirtiéndose en un millón de cristales pequeños. Un cristal agrietado es agresivo. Uno hecho añicos siempre quiere ser tocado. Y el jabón brillaba y comenzaba a caer. Y el millón de cristales imaginados formaba una cascada que se teñía roja, ámbar o verde. Si era verde los coches pasaban acompañando el movimiento. Los conductores mirando al frente sin preocuparse de lo que sucedía. Y el tipo del mono azul sin darse cuenta de nada. Ni los peatones que también tenían prisa. Sólo yo. Y se ha producido el milagro. Cambio de cepillo por un artefacto de goma que arrastra el jabón. El vidrio aparece de nuevo. Inmaculado, con la perfección del reflejo. Y los colores toman formas porque se refleja el semáforo. Y yo metido en el coche me veo mirar, mirarme. Sonriendo al descubrir el mundo con casi cuarenta y dos años.
Una pena que el resto de conductores no se parasen un par de minutos para aprender que el trayecto diario puede cambiar de forma radical. Sólo hace falta que un tipo muerto de frío convierta un cristal lleno de mugre en una cascada de color. Y que no se quede dormido, claro. Con la luz del sol la cosa no funcionaría del mismo modo.
Una pena que el resto de conductores no se parasen un par de minutos para aprender que el trayecto diario puede cambiar de forma radical. Sólo hace falta que un tipo muerto de frío convierta un cristal lleno de mugre en una cascada de color. Y que no se quede dormido, claro. Con la luz del sol la cosa no funcionaría del mismo modo.
2 comentarios:
Hay que pasar por la vida mirando, observando, estando atento a lo que pasa a nuestro alrededor, de esa manera muchas cosas se convierte en agradables sorpresas. Hay que ser curioso.
Núria A.
El mismo trayecto,fijarse en un detalle,fabular, hacerlo bonito.. lo cambia todo.
Publicar un comentario