Todos tenemos un lado más oscuro, algo que ocultar, de lo que nos podemos avergonzar. Y otro más luminoso, para presumir, del que nos sentimos satisfechos. Es verdad que algunos presentan en sociedad su cara más sucia de forma constante. Sólo si se equivocan son capaces de tener gestos amables con otros. Incluso los hay que se empeñan en mostrar su lado más desagradable y destructivo.
No son pocos los que intentan prestar atención a los problemas y las miserias de los demás, los que se ven envueltos en cientos de problemas por intentar ayudar.
Sin embargo, todos sin excepción podemos ponernos la camiseta del equipo de los malos o la de los buenos. Depende del entorno, de lo extremo de la situación, de cómo nos trate la vida en un momento puntual. De hecho nuestro futuro puede cambiar en cinco minutos por algo que sucede, que no podríamos haber intuido, un instante antes. Estoy seguro de que el más malo entre los malos es capaz de hacer algo por otro si así lo dictan las cosas de este mundo. Pero también el mejor entre los mejores puede cometer una equivocación o tener un ataque de ira que le lleve a derribar todo lo que ha construido desde una posición bondadosa y coherente.
Solemos ser más compasivos con los que meten la pata en una sola ocasión. Intentamos simular ceguera, sordera y lo que haga falta cuando alguien que suele ser educado, noble, honrado y cortés comete alguna fechoría o torpeza. Con los que suelen repartir soberbia, arrogancia, mala educación o con los que lastiman sin razón ni piedad, con esos, no hay perdón. Todo lo contrario. Pero, además, no se les suele valorar lo que hacen pensando en los demás y no en sí mismos. Eso no suele contar para nada.
Ambas cosas son injustas. Nos quedamos en la superficie para valorar lo que vemos, en un hecho concreto, en cómo se ha hecho el daño o el bien, en cómo de grande ha sido la herida o el beneficio. No solemos pararnos a pensar en el porqué. Eso cuesta trabajo y acarrea un buen montón de complicaciones.
Todo esto lo pienso mientras escucho a Lester Young y Guzmán grita como un poseso porque sus hermanos le quitan los juguetes (los juguetes propiedad de ellos, todo hay que decirlo). El pequeño grita y los otros dos se ríen viendo como se pone rojo de furia. Y pienso esto porque hace poco escuchaba a alguien decir que en este mundo hay gente buena y gente mala, que eres una cosa u otra. Defendía algo así como que Guzmán es un niño irascible y sus hermanos unos cachondos. Todo o nada. Sí o no. Pues ni los mayores son unos cachondos, ni Guzmán un saco de mala leche. Son niños que juegan. Y nosotros, los demás, somos gente que trata de sobrevivir, personas que tienen un precio (todos sin excepción lo tenemos, mayor o menor, pero lo tenemos), que comete errores y aciertos, a los que la vida nos suele sacudir de lo lindo, con hipotecas que tiran de espaldas, con muchos defectos ocultos. Somos seres humanos. Y eso significa mucho más que negro o blanco, que todo o nada.
Lester Young sigue sonando, Guzmán gritando, los otros dos rotos de la risa. Y el resto de la humanidad moviéndose entre la casi infinita gama de grises que te hace elegir la fortuna.
No son pocos los que intentan prestar atención a los problemas y las miserias de los demás, los que se ven envueltos en cientos de problemas por intentar ayudar.
Sin embargo, todos sin excepción podemos ponernos la camiseta del equipo de los malos o la de los buenos. Depende del entorno, de lo extremo de la situación, de cómo nos trate la vida en un momento puntual. De hecho nuestro futuro puede cambiar en cinco minutos por algo que sucede, que no podríamos haber intuido, un instante antes. Estoy seguro de que el más malo entre los malos es capaz de hacer algo por otro si así lo dictan las cosas de este mundo. Pero también el mejor entre los mejores puede cometer una equivocación o tener un ataque de ira que le lleve a derribar todo lo que ha construido desde una posición bondadosa y coherente.
Solemos ser más compasivos con los que meten la pata en una sola ocasión. Intentamos simular ceguera, sordera y lo que haga falta cuando alguien que suele ser educado, noble, honrado y cortés comete alguna fechoría o torpeza. Con los que suelen repartir soberbia, arrogancia, mala educación o con los que lastiman sin razón ni piedad, con esos, no hay perdón. Todo lo contrario. Pero, además, no se les suele valorar lo que hacen pensando en los demás y no en sí mismos. Eso no suele contar para nada.
Ambas cosas son injustas. Nos quedamos en la superficie para valorar lo que vemos, en un hecho concreto, en cómo se ha hecho el daño o el bien, en cómo de grande ha sido la herida o el beneficio. No solemos pararnos a pensar en el porqué. Eso cuesta trabajo y acarrea un buen montón de complicaciones.
Todo esto lo pienso mientras escucho a Lester Young y Guzmán grita como un poseso porque sus hermanos le quitan los juguetes (los juguetes propiedad de ellos, todo hay que decirlo). El pequeño grita y los otros dos se ríen viendo como se pone rojo de furia. Y pienso esto porque hace poco escuchaba a alguien decir que en este mundo hay gente buena y gente mala, que eres una cosa u otra. Defendía algo así como que Guzmán es un niño irascible y sus hermanos unos cachondos. Todo o nada. Sí o no. Pues ni los mayores son unos cachondos, ni Guzmán un saco de mala leche. Son niños que juegan. Y nosotros, los demás, somos gente que trata de sobrevivir, personas que tienen un precio (todos sin excepción lo tenemos, mayor o menor, pero lo tenemos), que comete errores y aciertos, a los que la vida nos suele sacudir de lo lindo, con hipotecas que tiran de espaldas, con muchos defectos ocultos. Somos seres humanos. Y eso significa mucho más que negro o blanco, que todo o nada.
Lester Young sigue sonando, Guzmán gritando, los otros dos rotos de la risa. Y el resto de la humanidad moviéndose entre la casi infinita gama de grises que te hace elegir la fortuna.
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