Las rachas tienen fin. Las buenas y las malas. Todas se acaban.
Un mañana, la fortuna deja de sonreírnos durante algún tiempo, nos da la espalda machacándonos a base de tristeza, de dolor. Se acumulan los desastres personales, parece que ya no pueda empeorar nuestra vida aunque, en verdad, puede ser mucho más trágica cada día que pasa. Lo que nunca tuvo importancia ahora se hace potente, todo se magnifica. Tenemos la sensación de vivir una noche sin fin, en la oscuridad de una madrugada en la que todo nos asalta con formas monstruosas.
Y las buenas rachas también nos dejan, claro que sí. La suerte se hace aliada para inundarnos de una falsa felicidad. Pero escapa sin piedad, haciendo que nos desesperemos al tocar lo real, eso que nunca se fue, que nunca varió realmente.
Las rachas tienen fin. Y un poco de nosotros mismos se acaba porque nos dejan tocados, muchas veces arrodillados, con la cabeza inclinada esperando un último golpe certero, mortal, algo que acabe con el sufrimiento gratuito o que no deje que lo bueno vivido se convierta en el fango asfixiante del recuerdo.
Creo yo que, en plena racha, lo mejor es no compadecerse de uno mismo. Las cosas son como son aunque pataleemos, lloremos, recemos, riamos, lloremos más, volvamos a creer en Dios, aunque nos neguemos o nos tiremos por el balcón. Las cosas que ya fueron no cambian. Esas no. Y las que están por venir serán mejores o peores dependiendo de si seguimos llorando, rezando, pataleando o pensando si nos tiramos o no desde el maldito balcón.
Mejor intentar rescatar del desastre lo que sea posible y guardarlo con cuidado. Son esas cosas que dejamos intactas, las que conservamos pase lo que pase, las que nos sujetan, las que nos mantienen cuerdos.
Escucho un disco de “The Oscar Peterson Trio”. Lo escucho yo y medio barrio. La puerta del balcón que da al patio de luces está abierta y mi racha continua estando donde está. Pero el balcón está abierto porque acabo de tender una colada. He saludado a un par de vecinas que me han dicho lo mucho que les gusta la música que les pongo por la mañana y he sonreído con franqueza. Y es que pienso que todo ocurre por algo. Por algo que me permite disfrutar de lo poco que tengo. Y, sobre todo, de mí mismo.
Un mañana, la fortuna deja de sonreírnos durante algún tiempo, nos da la espalda machacándonos a base de tristeza, de dolor. Se acumulan los desastres personales, parece que ya no pueda empeorar nuestra vida aunque, en verdad, puede ser mucho más trágica cada día que pasa. Lo que nunca tuvo importancia ahora se hace potente, todo se magnifica. Tenemos la sensación de vivir una noche sin fin, en la oscuridad de una madrugada en la que todo nos asalta con formas monstruosas.
Y las buenas rachas también nos dejan, claro que sí. La suerte se hace aliada para inundarnos de una falsa felicidad. Pero escapa sin piedad, haciendo que nos desesperemos al tocar lo real, eso que nunca se fue, que nunca varió realmente.
Las rachas tienen fin. Y un poco de nosotros mismos se acaba porque nos dejan tocados, muchas veces arrodillados, con la cabeza inclinada esperando un último golpe certero, mortal, algo que acabe con el sufrimiento gratuito o que no deje que lo bueno vivido se convierta en el fango asfixiante del recuerdo.
Creo yo que, en plena racha, lo mejor es no compadecerse de uno mismo. Las cosas son como son aunque pataleemos, lloremos, recemos, riamos, lloremos más, volvamos a creer en Dios, aunque nos neguemos o nos tiremos por el balcón. Las cosas que ya fueron no cambian. Esas no. Y las que están por venir serán mejores o peores dependiendo de si seguimos llorando, rezando, pataleando o pensando si nos tiramos o no desde el maldito balcón.
Mejor intentar rescatar del desastre lo que sea posible y guardarlo con cuidado. Son esas cosas que dejamos intactas, las que conservamos pase lo que pase, las que nos sujetan, las que nos mantienen cuerdos.
Escucho un disco de “The Oscar Peterson Trio”. Lo escucho yo y medio barrio. La puerta del balcón que da al patio de luces está abierta y mi racha continua estando donde está. Pero el balcón está abierto porque acabo de tender una colada. He saludado a un par de vecinas que me han dicho lo mucho que les gusta la música que les pongo por la mañana y he sonreído con franqueza. Y es que pienso que todo ocurre por algo. Por algo que me permite disfrutar de lo poco que tengo. Y, sobre todo, de mí mismo.
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