Ayer estuve viendo una película con mis alumnos de tercero. En el Liceo Europeo. Pegados a la silla dos horas, sin moverse. Buena señal. No quisieron ni merendar. Ayer tocaba bocadillo de salchichón. Como yo no había comido me puse las botas.
“Hostage”. No es que sea un peliculón, pero tiene cosas muy interesantes.
Comienza con imágenes en tono negros y rojos. Inmóviles. Algo así como viñetas que vemos una tras otra y que no nos llegan de un golpe sino que nos las van enseñando poco a poco. En cada imagen un crédito. Finalmente descubres que cada una de ellas es una toma diferente de la misma escena. Una toma que se ha congelado. La última de esas imágenes pierde los tonos rojos y negros, vemos a un tipo apuntándose a la cabeza con una pistola del tamaño de un oso panda. La cámara se aleja de él, sale de la casa en la que está, sube hasta la altura de los tejados, más arriba todavía, hasta que un helicóptero para a su lado. Todo lo que vemos es la suma de las diferentes tomas que nos enseñaron antes, una escena única que antes desmenuzaron. La película acaba del mismo modo. Esa primera escena está cargada de tensión narrativa, hace que el que mira se interese por lo que ve, por lo que se cuenta. Distorsión de sonido, de movimiento, de ritmo en la narración. No sabes qué es lo que va a pasar y quieres saberlo.
El resto no es nada del otro mundo aunque con chavales de esta edad funciona muy bien. Les hace removerse en la silla porque se acercan a la parte más gris del delito, a un territorio que los jóvenes de las clases medias occidentales no conocen apenas. Les aterra intuir que eso existe en realidad. El narrador va dando vueltas de tuerca a una situación que se complica hasta que el desenlace no puede ser otro. Los malos mueren sin excepción aunque un buen puñado de ellos lo hace a manos de los buenos. Los buenos puestos a ser terribles, empujados a situaciones extremas, pueden desarrollar un instinto criminal que para sí los quisieran los asesinos en serie. Este parece ser el mensaje del narrador. Ya decía que nada del otro mundo.
Lo importante no era eso. Eso fue lo divertido. Lo que hay que pensar es otra cosa. De la inmovilidad a la acción y, finalmente, aparece la quietud absoluta. El narrador quiere contar eso. Ni más, ni menos. El antes y el después no aparece por ningún sitio, todo queda cerrado, no importa qué sucedió un año antes o lo que pasará veinte días después. La trama comienza y termina en un momento muy concreto. Ya sé que todas las películas, que todas las novelas, tienen un principio y un final. Pero muchas dejan abierto el final para que la imaginación del espectador o del lector termine de narrar esa historia, o recurren al pasado para explicar lo que ocurre en una escena o capítulo. Aquí no. Aquí te cuentan lo que sucede durante dieciséis horas un día cualquiera. Y lo que sucede en otras dieciséis un año después.
Intentaba que los chavales entendieran que no se necesita contar todo para conseguir buenas historias, que puede llegar a ser un problema muy serio en los escritores que empiezan, que elegir el principio y el final de lo que queremos contar condiciona todo el trabajo que hacemos después. Es fundamental. Si logramos elegir un momento en el que el personaje se tiene que dejar ver necesariamente, el resto se nos puede convertir en cosmética y páginas de relleno. Es más, una vez elegido ese momento hay que seleccionar con mucho cuidado qué es lo que queremos enseñar y lo que queremos dejar de decir.
Es justo al contrario. Dejar de contar, que sea el personaje el que crezca y no los alardes técnicos del autor los que aparezcan (si es que puede o sabe hacer uso de ellos). Eso hay que dejarlo para cuando uno escribe un best seller. O rueda una película que nadie recordará dos años después.
No hace mucho pregunté a uno de estos chicos sobre el peor día de su vida. "El día de mi primera comunión" dijo. Le pedí que nos contara el porqué. "Me acosté a las once de la noche sabiendo que al despertar sería otro día, que aquello se había acabado". No dijo una palabra más. Impresionante. Tomen nota.
“Hostage”. No es que sea un peliculón, pero tiene cosas muy interesantes.
Comienza con imágenes en tono negros y rojos. Inmóviles. Algo así como viñetas que vemos una tras otra y que no nos llegan de un golpe sino que nos las van enseñando poco a poco. En cada imagen un crédito. Finalmente descubres que cada una de ellas es una toma diferente de la misma escena. Una toma que se ha congelado. La última de esas imágenes pierde los tonos rojos y negros, vemos a un tipo apuntándose a la cabeza con una pistola del tamaño de un oso panda. La cámara se aleja de él, sale de la casa en la que está, sube hasta la altura de los tejados, más arriba todavía, hasta que un helicóptero para a su lado. Todo lo que vemos es la suma de las diferentes tomas que nos enseñaron antes, una escena única que antes desmenuzaron. La película acaba del mismo modo. Esa primera escena está cargada de tensión narrativa, hace que el que mira se interese por lo que ve, por lo que se cuenta. Distorsión de sonido, de movimiento, de ritmo en la narración. No sabes qué es lo que va a pasar y quieres saberlo.
El resto no es nada del otro mundo aunque con chavales de esta edad funciona muy bien. Les hace removerse en la silla porque se acercan a la parte más gris del delito, a un territorio que los jóvenes de las clases medias occidentales no conocen apenas. Les aterra intuir que eso existe en realidad. El narrador va dando vueltas de tuerca a una situación que se complica hasta que el desenlace no puede ser otro. Los malos mueren sin excepción aunque un buen puñado de ellos lo hace a manos de los buenos. Los buenos puestos a ser terribles, empujados a situaciones extremas, pueden desarrollar un instinto criminal que para sí los quisieran los asesinos en serie. Este parece ser el mensaje del narrador. Ya decía que nada del otro mundo.
Lo importante no era eso. Eso fue lo divertido. Lo que hay que pensar es otra cosa. De la inmovilidad a la acción y, finalmente, aparece la quietud absoluta. El narrador quiere contar eso. Ni más, ni menos. El antes y el después no aparece por ningún sitio, todo queda cerrado, no importa qué sucedió un año antes o lo que pasará veinte días después. La trama comienza y termina en un momento muy concreto. Ya sé que todas las películas, que todas las novelas, tienen un principio y un final. Pero muchas dejan abierto el final para que la imaginación del espectador o del lector termine de narrar esa historia, o recurren al pasado para explicar lo que ocurre en una escena o capítulo. Aquí no. Aquí te cuentan lo que sucede durante dieciséis horas un día cualquiera. Y lo que sucede en otras dieciséis un año después.
Intentaba que los chavales entendieran que no se necesita contar todo para conseguir buenas historias, que puede llegar a ser un problema muy serio en los escritores que empiezan, que elegir el principio y el final de lo que queremos contar condiciona todo el trabajo que hacemos después. Es fundamental. Si logramos elegir un momento en el que el personaje se tiene que dejar ver necesariamente, el resto se nos puede convertir en cosmética y páginas de relleno. Es más, una vez elegido ese momento hay que seleccionar con mucho cuidado qué es lo que queremos enseñar y lo que queremos dejar de decir.
Es justo al contrario. Dejar de contar, que sea el personaje el que crezca y no los alardes técnicos del autor los que aparezcan (si es que puede o sabe hacer uso de ellos). Eso hay que dejarlo para cuando uno escribe un best seller. O rueda una película que nadie recordará dos años después.
No hace mucho pregunté a uno de estos chicos sobre el peor día de su vida. "El día de mi primera comunión" dijo. Le pedí que nos contara el porqué. "Me acosté a las once de la noche sabiendo que al despertar sería otro día, que aquello se había acabado". No dijo una palabra más. Impresionante. Tomen nota.
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