Hoy me han contado una historia. Nada nuevo.
Enfrentamiento entre dos personas del mismo grupo. Todos se ponen de parte del que parece ser más débil. Normal. El otro por prudencia calla y se aleja por si escampa. Para que el débil se sienta bien todo son palabras de apoyo. Pero, de paso, se añade una buena zurra al que no está. De ese modo todo lo bueno que tenía desaparece como por arte de magia, lo pasado comienza a distorsionarse y detalles sin importancia se convierten en vitales cuando pasan por el tamiz de la conciencia que quiere salvar al pobre desdichado refugiado en el grupo. Ya no hay marcha atrás. Se le ha juzgado sin escuchar, sin intentarlo siquiera. Y se le condena a ser el más malo malísimo del universo.
Una historieta muy habitual. Suele ocurrir que juzgamos alegremente a otros y si se hace en grupo la cosa puede terminar en linchamiento. Y suele ocurrir que nos importa muy poco lo que tiene que decir el ausente y las consecuencias que tendrá que soportar el buen hombre después del vapuleo colectivo.
En estos asuntos suelen aparecer cuatro o cinco tipos de personas.
El que se convierte en víctima de lo que sea. Si realmente lo es, explotará esa condición para que le quieran mucho, mucho. A veces ocurre que le reconforta escuchar lo que negaba justo antes del follón y se hace el más mejor amigo del sujeto con el que mayor número de roces había tenido hasta la fecha. Suele cometer imprudencias importantes y cuenta lo que no debe a los demás que, por otra parte, están deseando echar el diente a una carnaza que nunca antes habían podido encontrar por más que buscaron. Si no es la víctima, pero lo parece, suele cambiar el libreto en un abrir y cerrar de ojos. Seguramente pensando que ya se arreglará el entuerto y que tiempo habrá para poner cada cosa en su sitio. De momento, a salvo. Luego ya veremos.
En este grupo se encuentran los que aprovechan la oportunidad para ligar (al menos, arrimarse) con el pobre hombre o mujer necesitado de cariño. Suelen utilizar fórmulas como “ya te lo dije, estaba claro, ¿ves como tenía razón?”. Estos no juzgan. Les interesa más la tajada que van a sacar. Los peores son los que arremeten sin control contra alguien que no se puede defender (ya he dicho que tenemos a un individuo que no sabe que hacer seguramente en el cine para que nadie le reconozca). Aprovechan para vomitar todo lo que tenían guardado desde meses atrás. Hasta que no ven sangre y vísceras desparramados no se sienten satisfechos. Se llegan a creer verdaderos jueces. Son pocos los que intentan comprender las cosas, los que se acercan a las dos orillas de un río ciertamente agitado y lleno de remolinos traicioneros para intentar no cometer una equivocación que podría hacer trizas a alguien. Esos son muy pocos. Por último, el que sale de najas lo hace siempre por interés propio. La gracia está en saber si ese interés se acompaña de otro por la parte contraria o es egoísta y rastrero. Las consecuencias son idénticas. El ausente suele salir mal parado. No estar garantiza que vuelquen toda la porquería sobre ti.
Esto podría ser la situación habitual en cualquier oficina, en el aula de tercero de la facultad de ciencias exactas, en el salón de casa después de una fiesta familiar en la que corrió el alcohol más de la cuenta o en la pandilla de adolescentes que hacen el botellón debajo de mi balcón. Todo esto no es exacto, lo sé, pero puede servir. ¿Para qué? Pues ni idea. Quizás para saber que nos pasamos la vida delante de un tribunal con muy mala leche.
Enfrentamiento entre dos personas del mismo grupo. Todos se ponen de parte del que parece ser más débil. Normal. El otro por prudencia calla y se aleja por si escampa. Para que el débil se sienta bien todo son palabras de apoyo. Pero, de paso, se añade una buena zurra al que no está. De ese modo todo lo bueno que tenía desaparece como por arte de magia, lo pasado comienza a distorsionarse y detalles sin importancia se convierten en vitales cuando pasan por el tamiz de la conciencia que quiere salvar al pobre desdichado refugiado en el grupo. Ya no hay marcha atrás. Se le ha juzgado sin escuchar, sin intentarlo siquiera. Y se le condena a ser el más malo malísimo del universo.
Una historieta muy habitual. Suele ocurrir que juzgamos alegremente a otros y si se hace en grupo la cosa puede terminar en linchamiento. Y suele ocurrir que nos importa muy poco lo que tiene que decir el ausente y las consecuencias que tendrá que soportar el buen hombre después del vapuleo colectivo.
En estos asuntos suelen aparecer cuatro o cinco tipos de personas.
El que se convierte en víctima de lo que sea. Si realmente lo es, explotará esa condición para que le quieran mucho, mucho. A veces ocurre que le reconforta escuchar lo que negaba justo antes del follón y se hace el más mejor amigo del sujeto con el que mayor número de roces había tenido hasta la fecha. Suele cometer imprudencias importantes y cuenta lo que no debe a los demás que, por otra parte, están deseando echar el diente a una carnaza que nunca antes habían podido encontrar por más que buscaron. Si no es la víctima, pero lo parece, suele cambiar el libreto en un abrir y cerrar de ojos. Seguramente pensando que ya se arreglará el entuerto y que tiempo habrá para poner cada cosa en su sitio. De momento, a salvo. Luego ya veremos.
En este grupo se encuentran los que aprovechan la oportunidad para ligar (al menos, arrimarse) con el pobre hombre o mujer necesitado de cariño. Suelen utilizar fórmulas como “ya te lo dije, estaba claro, ¿ves como tenía razón?”. Estos no juzgan. Les interesa más la tajada que van a sacar. Los peores son los que arremeten sin control contra alguien que no se puede defender (ya he dicho que tenemos a un individuo que no sabe que hacer seguramente en el cine para que nadie le reconozca). Aprovechan para vomitar todo lo que tenían guardado desde meses atrás. Hasta que no ven sangre y vísceras desparramados no se sienten satisfechos. Se llegan a creer verdaderos jueces. Son pocos los que intentan comprender las cosas, los que se acercan a las dos orillas de un río ciertamente agitado y lleno de remolinos traicioneros para intentar no cometer una equivocación que podría hacer trizas a alguien. Esos son muy pocos. Por último, el que sale de najas lo hace siempre por interés propio. La gracia está en saber si ese interés se acompaña de otro por la parte contraria o es egoísta y rastrero. Las consecuencias son idénticas. El ausente suele salir mal parado. No estar garantiza que vuelquen toda la porquería sobre ti.
Esto podría ser la situación habitual en cualquier oficina, en el aula de tercero de la facultad de ciencias exactas, en el salón de casa después de una fiesta familiar en la que corrió el alcohol más de la cuenta o en la pandilla de adolescentes que hacen el botellón debajo de mi balcón. Todo esto no es exacto, lo sé, pero puede servir. ¿Para qué? Pues ni idea. Quizás para saber que nos pasamos la vida delante de un tribunal con muy mala leche.
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