Otra tarde entre columpios, niños que comienzan a resfriarse (mocos, muchos mocos) y padres que no dejan de hablar de lo mismo. Once años escuchando lo mismo. Qué cansancio.
Los parques infantiles están repletos de adultos. Tengo la sensación de que, hoy en día, es más normal ser hijo único que tener dos o tres hermanos. Esto hace que por cada niño subido en el columpio o tirándose desde el tobogán, haya un adulto cerca. Casi siempre, dos. Padre y madre. Si, además, los abuelos se acercan hasta el parque para ver al nieto, por cada niño, podemos tener cuatro adultos en el pequeño recinto. Y todos hablando de lo mismo.
Procuro jugar mucho con los críos para evitar esas conversaciones (con Guzmán no tengo más remedio que estar cerca de él si quiero que conserve los pocos dientes que tiene) y utilicé la técnica de la lectura a distancia con los dos mayores. Retirarse y bajar la cabeza para leer suele funcionar. Ayer fue inevitable mantener una conversación con un par de padres. Entre tanta gente mayor es muy difícil salir con bien de estas situaciones.
Suele hablarse de dos cosas. El futuro de los niños (esto es lo más habitual) y las hipotecas o la especulación con terreno y pisos (esta es una conversación que se produce en un segundo o tercer encuentro, cuando hay confianza). En realidad, lo que los padres quieren es hablar de sus hijos (sólo de los suyos) y de ellos mismos, lo que hace de esas conversaciones un auténtico espanto. Ayer tocó los niños, sus estudios y lo mala que está la cosa. Qué listo es mi niño, lo que progresa en la escuela, lo estudioso que me va a salir, lo majos que son sus compañeros, lo maravilloso que es su colegio en el que no han aceptado que ingresen inmigrantes… Este tipo de idioteces. Cuando supieron que Guzmán tiene dos hermanos mayores, quisieron saber si ya pensaban en su futuro. “Pues creo que no” les dije. “¿No les preguntas?” exclamó uno de ellos muy sorprendido. “No, no les pregunto. Además, espero que el mayor se dedique a la escritura porque tiene cualidades para ello. Y quisiera que el mediano comenzase sus clases de interpretación por la misma razón” contesté. “Madre mía, y ¿cómo van a vivir? Eso no da dinero”. Las caras de sorpresa eran divertidas. “Ni lo sé, ni me importa. Ya habrá tiempo para preocuparse si llega el momento”. Al mirar a Guzmán vi que tenía la cara más colorada de lo normal y que no se movía manteniendo las piernas ligeramente flexionadas. Menuda alegría. Había que cambiarle el pañal. Seguro. Me disculpé y no regresé, claro.
Me libré de una conferencia sobre los tipos de interés y las desgravaciones fiscales comprando y vendiendo pisos, pero no evité una sesión más sobre la excelencia de las criaturas. Los padres quieren tener superhijos y creen que lo conseguirán si se lo cuentan al resto de padres, si martirizan al primero que se pone a su lado. Sufren al enterarse de que otro niño ya sabe escribir mientras que el suyo no (al día siguiente visita a un logopeda, a un psicólogo, al director del colegio para que cesen a la profesora por inútil), les causa un inmenso dolor ver como un niño es capaz de saltar desde el columpio y el suyo llora por sentir miedo (al día siguiente sesión intensiva de lanzamiento de niño desde las alturas hasta que deja de llorar). En fin, un disparate. Si a cualquier padre le dijeran “su hijo es un santo, pero un santo de verdad. Nunca vimos un niño tan bueno como el suyo. Intelectualmente anda justito, pero es una persona estupenda”, se moriría del disgusto. Si, por el contrario, un padre escuchara que su hijo es muy listo, pero que no hay quien le aguante y que tiene muy mala leche, correría a contarlo a familiares y amigos, entre risas, con aire de victoria. Y nos lo contarían a los padres que tratamos de jugar con nuestros hijos en el parque sin que otros nos den la paliza con estas cosas.
Me preocupa ese afán que muestran muchos padres por intervenir en el futuro de los hijos. Más que nada porque los mejores son los menos y es difícil llegar a serlo. Quizás el golpe sea mucho más violento para el que se cree llamado a ser único, maravilloso y no llega a serlo. Y, además, nos pongamos como nos pongamos, nuestros hijos son como son.
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