Le gusto al mundo y yo amo al mundo. Es ahora cuando valoro lo que he perdido por el camino. Tanto resquemor, tanto querer ir contracorriente cuando lo fácil hubiera sido ser como ellos querían. Como ellos, simplemente. Han pasado tres meses y ya me he acostumbrado a ir de aquí para allá, a trabajar en lo que todos envidian. Televisión, revistas, noches de fiesta. Ganar dinero, haciendo algo para ello, ha resultado ser mucho más fácil de lo que imaginaba, enormemente gratificante.
Camino por la calle y todos quieren conocerme, tocarme, retratarse con el hombre del año. El poder de la fama se arrastra aclarando la sombra del ayer. Soy capaz de dar la mano a la gente, de besar a una mujer porque sé que les gusta mi forma de mover las manos cuando hablo, de caminar por el centro de una calle transitada. Esto es otra cosa.
Nunca pensé que estaría esperando en este camerino mi turno. La televisión me fascina. Mandan un taxi hasta tu casa, te reciben un par de mujeres que quieren parecer espléndidas para impresionar al invitado de lujo, maquillaje, peluquería, descanso en el camerino tomando una cerveza y media docena de canapés. Todo es perfecto. El espectáculo es mi vida. El mundo quiere disfrutar de ella. Ya es la hora. Un paso más hacia el infinito.
Los focos se distribuyen por todo el techo. El regidor corre de un lado a otro dando órdenes. Últimos retoques al presentador, a los invitados. Música de sintonía. Primero me pesarán. Luego lo único que tengo que hacer es ir contestando a las preguntas que me hagan mientras como lo que me ofrezcan. Al acabar me volverán a pesar para mostrar a millones de personas el milagro. Me lo explica todo el director del programa. Por tercera vez en lo que va de tarde. Aplausos. Comienza el show.
- Muy bien, José. Demuestra usted ser una gran persona diciendo todo esto a los espectadores. Todos supimos desde el principio que los envidiosos mentían cuando hablaban sobre su pasado. Sólo nos queda pesarle de nuevo. Ha comido usted empanada, una porción de pizza, cien gramos de pasteles y ha bebido un batido de fresa. Suba aquí, por favor, y aguarde unos instantes.
El presentador se muestra inquieto al mirar los dígitos colorados. Me pide que baje y vuelva a subir. Dice que debe tratarse de un error. Nada, he engordado quilo y medio. Un dolor intenso en el pecho hace que me doble inclinando el tronco. No puede ser, no puede ser. Alguien tira de mí y me lleva hasta la parte trasera del estudio. Así es la vida de los tramposos, señoras y señores, dice el presentador señalando el lugar donde me encuentro. Esclavos de sus propias mentiras.
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