Cuentan que, cuando acabó la guerra civil española, un campesino reunió a su familia en lo que quedaba de casa, alrededor de un par de gallinas recién sacrificadas y preparadas con tomate, cebolla, zanahorias y alguna cosa más que nadie sabe precisar. Aquel hombre hizo preparar todo lo que tenían para comer ese día. La dieta había consistido durante muchos meses en un poco de pan negro, alguna hortaliza y mondas que en otros tiempos eran para los cerdos. El hijo mayor preguntó a qué se debía aquel banquete si la guerra la habían ganado los otros. Precisamente por eso, mejor comer bien una última vez, contestó aquel campesino sin mirar a ninguno de los hijos que habían sobrevivido. Todo ha acabado, padre. Sin levantar la mirada, el campesino volvió a contestar. No, ahora comienza lo peor. Dos días después un grupo de falangistas llegó al pueblo y fue llenando un camión con labradores, con sus mujeres e hijos, con los que habían sido señalados por esto o aquello. Cuentan que ninguno sobrevivió.
Aquel hombre debía saber que, al contrario que pasa en las películas, son los malos los que siempre terminan ganando porque en las disputas suelen llevarse el gato al agua los que gastan más mala leche. Y por ello no imaginaba que él no viajaría en aquel vehículo. Creía haber destrozado su vida por mantener una postura ideológica, por arrimarse a lo que creía justo, por no ceder ante la violencia. Algo no terminaba de entender, faltaba una pieza en el puzzle y no era capaz de saber cuál.
Pasó el tiempo sin que nada cambiase a su alrededor. Trabajo de sol a sol, penurias económicas, nada que invitara a tener esperanza.
Justo antes de morir le visitó el alcalde. Se sentó a los pies de la cama y habló durante unos minutos con él. Nunca la había hecho hasta ese momento. Fue justo antes de salir de aquella habitación cuando se dio la vuelta y dijo “con mucho gusto te hubiera enviado en el camión junto con el resto de escoria, pero a ti quería verte morir después de apechugar con estos años de miedo, de incertidumbre y de silencio. De lo que me encargaré ahora mismo es de tus hijos y de tus nietos. Esos van a catar los barrotes.”
Cuentan esta historia. Cruel y gris.
Quizás son estas cosas las que nos recuerdan que por más esfuerzos que hagamos, el destino está escrito. Y lo peor de todo es que reposa en el cuaderno de otros.
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