Guzmán prepara su festival de navidad. Canta, una y otra vez, un villancico mientras se mueve con la gracia de un crío de tres años que intenta inventar el mundo. La mejor de sus fans, Gimena Ramírez, aplaude y aplaude. Los mayores han huido hace rato. Silvia está en este momento encerrada en una iglesia. Posiblemente llorando junto a su compañera de trabajo. Hace unos días perdió a su niño de tres años. Ahogado en una estupenda piscina que estrenaban en el colegio. Qué pena.
Miro a los niños. Un adolescente gilipollas que se cree el centro del mundo y es capaz de sacar de sus casillas al más pintado. Otro que no es capaz de dejar las cosas en su sitio aunque le amenace con castigarle a todo. El tercero cantando villancicos desde la cinco de la tarde. Y la pequeña gateando de aquí para allá destruyendo lo que encuentra a su paso. Y yo, mientras, sin poder hacer nada que tenga que ver conmigo mismo. Baños, cenas, atención especial al adolescente gilipollas que no se centra en sus estudios, colocar objetos que no sé ni lo que son, el segundo que ensaya una partitura y quiere silencio, más villancicos, Silvia posiblemente llorando la muerte de un crío y el futuro de su madre que no se tendrá en píe, Gimena que se acaba de manchar desde las cejas hasta los píes (otra vez). La vida de un padre que se reduce a la mínima expresión. Hay que pensar en el autobús de camino al trabajo, en el baño mientras te afeitas, cuando todos están en la cama y uno no puede más aunque intenta un último esfuerzo para leer dos o tres páginas, o resolver el último problema que te endosan a través del correo electrónico.
Pero miras alrededor y ves que las cosas pueden ser mucho peor. Siempre pueden ser mucho peor. Y te sientes afortunado porque nadie tiene que llorar a tu lado, porque una vida hecha pequeña es eso, vida. Con ellos dando el coñazo hay futuro. Hoy me gusta incluso tener un hijo adolescente. Por fortuna apenas tengo tiempo para mí.
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