15/11/07

Dientes, Domínguez Guano y el grupo de los quince


Alguna que otra vez he intentado hacer milagros. Concretamente en tres ocasiones. Y las tentativas se contaron como fracasos rotundos.
La primera de las ocasiones en que lo intenté apenas tenía diez años. Me concentré durante horas para conseguir que mi mascota (un hámster heredado de mi hermano mayor) pudiese volar. De hecho, las primeras pruebas fueron un éxito sin precedentes. Fui aumentando la distancia que había desde la rampa de lanzamiento –compuesta por una tablita sujeta a la mesa parecida a las que usaban los piratas para lanzar al océano repleto de tiburones a sus prisioneros- aumentaba, decía, la distancia de la tablita al suelo de forma progresiva. De la mesa al suelo, de una estantería al suelo y, así, sucesivamente. El roedor caía sobre la alfombra algo asustado, supongo que dolorido, pero en perfectas condiciones para repetir. Después de algunas pruebas creí comprobar cómo se quedaba flotando en el aire durante algunos instantes. Llegó el día. Pedí a mi hermano pequeño que se convirtiera en ayudante de conseguidor de milagros y aceptó sin pensarlo dos veces. Dientes (ese era el nombre de la mascota) cubierto por un casco de madelman. Nosotros concentrados. Un cruce de dedos de lo más esperanzador. Los cálculos, si eran exactos, confirmaban que el ratoncillo caería hasta alcanzar una velocidad adecuada para levantar el vuelo sin ayuda. Exactamente a un metro y veinte centímetros del suelo. El lanzamiento se realizó desde un octavo piso. Fracaso total. Falta de experiencia. Dientes fue enterrado debidamente en un jardín ajeno, entre lágrimas y una gran conmoción infantil.
Un segundo intento se produjo el día que cumplí veinte años. Aprobar aquella asignatura era imposible. Tan sólo un milagro podía resolver el problema. Preparé chuletas de todos los tamaños, exámenes completos con preguntas posibles para poder dar el cambiazo, incluso prometí el oro y el moro al muchacho que se sentaba conmigo y que estudiaba como si le fuera la vida en ello. El milagro consistía en poder copiar sin ser descubierto, claro. Puede parecer sencillo, pero no, no lo es, sobre todo cuando durante el curso ese mismo profesor te ha descubierto en tres ocasiones. Comenzó el examen. Me concentré. Aquel tipo mirando fijamente. Un silencio molesto. Escribí lo que se me ocurrió durante buena parte de la hora y media más tensa que recuerdo haber vivido. Y, por fin, el milagro parecía llegar. Domínguez Guano (así se llamaba) fue hasta su mesa, se sentó y entornó los ojos. Logré sacar de la cajonera dos de los exámenes que llevaba preparados. Coincidían con las dos preguntas del examen. Todo perfecto. Señores, me encuentro mal. Queda anulada la prueba. Me había pasado de concentración. Un milagro en exceso. Un exceso de experiencia. El siguiente examen fue oral. Y en septiembre escrito. Pero nada de nada. Ni milagro ni compasión cuando prometí enderezar mi actitud al señor Domínguez Guano (le llamé de usted y todo).
Hace ahora quince días que lo intenté una vez más, una última vez. Conocen el asunto ese de los peces y los panes ¿verdad? Pues, sabiendo que uno puede pasarse al realizar milagros, reduje la concentración a la mitad más o menos. Esperábamos invitados en casa. Para comer. En vez de cinco personas aparecieron quince. Un hermano que llega sin avisar con la familia a cuestas, un amigo gorrón, los que iban a ser cinco son ocho como por arte de magia. Y así hasta quince. Me concentré, pero menos. Y allí lo único que se multiplicó fue la salmonela en la ensaladilla rusa. Mal milagro.
A pesar de todo, creo que lo intentaré de nuevo. Llegan las elecciones generales, siguen subiendo las hipotecas, la cesta de la compra se queda llena de macarrones y galletas sin relleno. Algo habrá que hacer. O un milagro o avisar a un amigo que tiene superpoderes. En el camino quedan la sacrificadas vidas de Dientes, Domínguez Guano y el grupo de los quince. Heroícos todos ellos.

No hay comentarios: