Llueve suavemente. Humo en los tejados. Dócil y perezoso. Cubiertas brillantes. Rojas, negras. Mastico lentamente. Tomo la pluma, escribo en el mantel de papel irregular. Ya me conocen. Dejan el que tengo que manchar enfrente, otro a la derecha para que pueda garabatear, anotar y esbozar pequeños dibujos sin sentido.
Acaba el año. Como siempre quedan algunas cosas por hacer, esas que se prometieron justo antes de terminar el anterior; algunas repetidas, casi viejas.
Doce meses extraños, breves como lo es el tiempo pasado. Ahora sé que apenas comenzó el año ya se estaba acabando y, sin embargo, comienza otro tan largo como lo son trescientos sesenta y cinco días que terminarán siendo un instante para recordar. O para no hacerlo. Maldito tiempo.
Doce meses extraños, poderosos cuando han querido modificar o dejar las cosas en su sitio. El hombre ha perdido algo más de su nobleza. Y con él un Dios que sólo lo puede ser (noble y Dios) si el ser humano no abandona en el camino la condición de lo que le toca ser. Los cambios han sido muchos. Lo que sigue en el mismo lugar también es abundante. Un mapa que se dibuja sin que podamos hacer gran cosa. Sólo los micromundos, los de cada cual, se ven alterados aunque sea para que el cosmos continúe avanzando hacia no sé qué lugar. Cientos de miles de millones de instantes que ya pasaron y quedan encerrados en un pensamiento efímero. Tan corto como estos doce años que se esfuman.
Doce meses extraños porque apenas dejan la huella de una rutina que se llega a amar. Y tan llenos de esperanzas que conmueven y remueven el pensamiento. Otra vez la sensación de tener toda la vida por delante, de un compromiso pesado. De haber perdido una vida entera sin cumplir con lo prometido. Es igual una cosa y otra si se juega con el maldito tiempo. Durante doce meses no recuerdo qué ha podido pasar. Intento recordar. Nada de nada que no venga de atrás. Asuntos que son en sí eternos. Porque fueron y aquí han quedado. El resto no tiene la menor importancia. No pueden recordarse. Ya se gastaron con el tiempo que les tocó llenar.
Llueve. Las gotas se deslizan por el vidrio. Han pasado treinta minutos, diciembre, el siglo entero, desde que he comenzado a escribir. Escuchaba algo de música alternando la estilográfica con los cubiertos. Las nubes sólo se movían si apartaba la vista y volvía a mirar pasado un rato. Ni siquiera sé si el humo de las chimeneas sigue siendo el mismo que antes. Allí suspendido esperando a que algo ocurra.
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