Thomas Bernhard es un autor al que no se le puede dar la mano con el fin de seguirle hasta donde quiera llevarte. Si lo haces te puedes encontrar con serios problemas. Deja de gustarte el resto de literatura, te da por mirar con ironía todo lo que te rodea, tiendes a no tomar en serio casi nada, el sentido del humor se afina y no lo comparte nadie contigo, los textos de tono medio o bajo dejan de interesarte, y un aliento corto en las frases te termina pareciendo una baratija literaria. Todo esto estaría muy bien si fuera cierto, pero da la casualidad de que la literatura es Bernhard y lo demás. Peligroso autor, tanto como genial y divertido.
Descubrí su literatura leyendo “El origen”. Fue tal la conmoción que me causo que leí, de un tirón, su obra completa. Pasaron muchos meses hasta que logré curarme porque creí que después de “Tala” nada me gustaría. Cosas de jovencito.
Hace unos días buscaba en las estanterías algo para leer. Me encontré con Bernhard. Dudé, lo confieso. Allí estaba toda su obra y sabía lo que podía pasar si alargaba la mano, tocaba con la yema del dedo la parte superior de uno de los volúmenes, presionaba suavemente y tiraba de él. “El sobrino de Wittgenstein” fue el elegido (casi sin pensar). Está lleno de anotaciones. Una de ellas indica que este libro fue leído, por primera vez, el año mil novecientos ochenta y ocho. El resto son diversas entre sí. Desde la idea sobre la muerte que manejaba yo en aquella época hasta un número de teléfono que no sé a quien corresponde.
Ya tengo sobre la mesa el resto de libros. Todos sin excepción. Habrá que releer -sin dar la mano a nadie- para anotar al margen lo que la madurez dicte.
Gimena ya camina y se acerca a mí riendo con un trocito de pan en la mano derecha. Lo hace con cuidado, tan lentamente que parece retrasar el tiempo con cada pasito. Se detiene tratando de mantener el equilibrio. Si no lo ve claro prefiere sentarse y volver a empezar. Y si alguien intenta ayudar se queja. Ha descubierto que andar es mucho mejor que gatear. Un par de semanas más y logrará corretear. Llega hasta donde estoy, gira sobre sí misma, regresa para seguir practicando.
Hace tiempo que la falta de tiempo me impide leer todo lo que quisiera. Eso obliga a ser selectivo, es decir, los diez o doce libros de siempre más alguna recomendación que suele terminar en la segunda fila de las estantería. Y ahora Bernhard arrancándome sonrisas desde la tragedia. Sus libros nunca ocuparán la fila de atrás. Ni en la estantería, ni en la memoria. Un placer volver a encontrarme con él otra vez. Un peligro exquisito.
Descubrí su literatura leyendo “El origen”. Fue tal la conmoción que me causo que leí, de un tirón, su obra completa. Pasaron muchos meses hasta que logré curarme porque creí que después de “Tala” nada me gustaría. Cosas de jovencito.
Hace unos días buscaba en las estanterías algo para leer. Me encontré con Bernhard. Dudé, lo confieso. Allí estaba toda su obra y sabía lo que podía pasar si alargaba la mano, tocaba con la yema del dedo la parte superior de uno de los volúmenes, presionaba suavemente y tiraba de él. “El sobrino de Wittgenstein” fue el elegido (casi sin pensar). Está lleno de anotaciones. Una de ellas indica que este libro fue leído, por primera vez, el año mil novecientos ochenta y ocho. El resto son diversas entre sí. Desde la idea sobre la muerte que manejaba yo en aquella época hasta un número de teléfono que no sé a quien corresponde.
Ya tengo sobre la mesa el resto de libros. Todos sin excepción. Habrá que releer -sin dar la mano a nadie- para anotar al margen lo que la madurez dicte.
Gimena ya camina y se acerca a mí riendo con un trocito de pan en la mano derecha. Lo hace con cuidado, tan lentamente que parece retrasar el tiempo con cada pasito. Se detiene tratando de mantener el equilibrio. Si no lo ve claro prefiere sentarse y volver a empezar. Y si alguien intenta ayudar se queja. Ha descubierto que andar es mucho mejor que gatear. Un par de semanas más y logrará corretear. Llega hasta donde estoy, gira sobre sí misma, regresa para seguir practicando.
Hace tiempo que la falta de tiempo me impide leer todo lo que quisiera. Eso obliga a ser selectivo, es decir, los diez o doce libros de siempre más alguna recomendación que suele terminar en la segunda fila de las estantería. Y ahora Bernhard arrancándome sonrisas desde la tragedia. Sus libros nunca ocuparán la fila de atrás. Ni en la estantería, ni en la memoria. Un placer volver a encontrarme con él otra vez. Un peligro exquisito.
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