Durante siglos, millones de personas han muerto defendiendo que la verdad es una sola, que todo es relativo o que, sencillamente, no hay verdad a la que agarrarse para sobrevivir porque la verdad no existe. A unos les quemaron vivos, otros empuñaron una espada y cruzaron Europa entera defendiendo sus ideas, los hay que siguen muriendo a manos de ejércitos invasores o destrozados por bombas que dejó dentro de una papelera un tipo convencido de que matar un niño sirve para algo. Un gran disparate que suele multiplicarse si la verdad defendida tiene que ver con los asuntos de Dios.
Tengo la sensación de que la verdad de hoy es más doméstica que nunca. Importa la personal porque la universal se convirtió hace años en relativa. El amor es el que siente un sujeto por otro. El concepto de amor que manejaba Platón sirve para aprobar la selectividad y poco más. Si Dios existe o no es una cuestión que puede amenizar el final de una cena de amigos en la que uno termina cabreado por los comentarios del resto (el que se atreve a confesar que él si que se cree todo eso). Santo Tomás ya ni suele caer en el examen de selectividad. Me temo que es la verdad audiovisual, esa que nos atosiga desde que nos levantamos de la cama, es esa y no otra la que damos por buena. Entre otras cosas porque queremos que lo sea. Por eso elegimos escuchar la Cadena COPE o la Cadena Ser o ninguna de las dos llevando el dial hasta Radio Nacional Clásica. Esquivamos la verdad en cualquier caso, bien asumiendo que lo escuchado o visto es lo bueno (y sabiendo que no lo es), bien evitando rozar con opiniones que nos obliguen a tomar una postura u otra.
Es una desgracia como otra cualquiera que toda evolución (si es que actualmente la hay) del pensamiento humano se deba o se achaque al desarrollo técnico o a la manipulación informativa. Nos hemos convertido en borregos entusiasmados y engatusados por cuatro ideas de tres al cuarto que nos endosan como grandes descubrimientos de la humanidad.
Tengo cuarenta y cuatro años y aún no tengo claro si la verdad es una, si lo relativo nos hace mejores, si ser nihilista significa estar más o menos loco o si creer en Dios es cosa de ignorantes o todo lo contrario. Cuando fui joven dependió mucho de lo que leyera o estudiara que pudiera estar a un lado o a otro. Ahora casi todo depende del poco tiempo que me queda para pensar. Supongo que de aquí a unos años será la cercanía de la muerte la que aconseje quedarse apalancado en las verdades más esperanzadoras. Más humano me parece imposible. Y quizás ese sea el gran problema. Nunca he confiado en eso que conocemos como condición humana. Ni siquiera somos capaces de ponernos de acuerdo acerca de lo que es bueno o malo. Más estúpidos no podemos ser.
Cada uno de nosotros puede arrimarse a una idea u otra. Siempre y cuando no llevemos una espada en la mano, un explosivo o una antorcha para poder incendiar la casa del vecino que piensa de otro modo. Pero para hacer eso, para decidir si la verdad existe o no, si Dios es un invento de los sacerdotes con el que nos aterrorizan o es verdaderamente, para hacer eso, decía, lo que hay que hacer es pensar un poquito, leer a los filósofos sin tener en cuenta los exámenes, ver menos la televisión y escuchar Radio Nacional Clásica. Si no abandonamos el rebaño global estamos expuestos a vernos un buen día con un cartucho de dinamita en la mano creyendo que lo que nos dicen es cierto, verdadero y una buena causa por la que matar o morir. O para seguir rumiando frente al televisor dejando el mundo en manos de anormales. Si no lo creen pregunten a los tipejos de ETA, al señor Laden o al señor Bush. O a Federico el de la COPE. Como prefieran.
No hay comentarios:
Publicar un comentario