Disfrutar de las vacaciones significa, entre otras cosas, conocer la capacidad casi infinita que tenemos para perder el tiempo.
El primer día intentamos solucionar los asuntos de los que no nos pudimos ocupar y que tienen que ver con bancos, oficinas de correos, compromisos pendientes con primos, cuñados o suegros y compras de última hora (bronceadores, sedal, libros o algún disco para escuchar durante el viaje hacia la playa). Dicho de otra forma, tratamos de no malgastar ese tiempo con el que soñábamos el día antes. El quinto día ya nos levantamos algo más tarde, comemos como si no fuéramos a probar bocado los siguientes quince años (algo que habíamos prometido no hacer bajo ningún concepto) y tomamos cantidades improbables de copas antes de dormir más horas de lo habitual habiendo cenado igual que en nochebuena (otra promesa incumplida). Pasados diez días tendemos a perder el control por completo. Es, más o menos en ese momento, cuando aparece el sentimiento de culpa. Sobrepeso, los libros comprados con tanta ilusión sirven para abrirlos un par de minutos antes de quedarnos dormidos (fundamentalmente antes de la larga cabezada después de comer que nos sienta fatal), el disco nos aburre después de escucharlo mil cuatrocientas veces. Y, como por arte de magia, recordamos el síndrome postvacacional que padeceremos sin duda al regresar. Rutina. Horror. Un síndrome que consiste en que la persona que lo sufre no tiene más remedio que asumir sus debilidades cuando se trata de perder el tiempo. Eso y descubrir que en el único lugar en que se ve obligado a no hacerlo es en su puesto de trabajo.
Gimena se incorporó a la guardería el lunes pasado, Guzmán regresó al colegio ayer. Guillermo lo ha hecho hoy mismo. Sin rechistar. Felices. Es la diferencia entre un niño y cualquier adulto. Ellos se dedican a descubrir el mundo. Lo bueno y lo malo de cada cosa. Alertas a lo que pasa, siempre curiosos. Los adultos creemos que eso es cosa de chavales que terminarán descubriendo lo fatal de la existencia. Mentira. Guzmán comió sin babero y no durmió siesta. Toda una aventura junto a sus compañeros. Un paso adelante. Los adultos durmiendo la siesta porque no hay nada mejor que hacer. Algo más de retroceso vital.
Y ahora (las empresas bien lo saben) todos corriendo a los gimnasios para obligarse a realizar ejercicio físico y cumplir con un horario; corriendo a comprar el fascículo número uno de la colección no sé qué (que nunca nos ha interesado lo más mínimo) con el fin de aprender inglés, francés, ruso o, lo que es mucho peor, aprender a construir la maqueta de un barco de guerra; corriendo en busca de algo que nos parezca suficiente para no sentir esa culpa tan grande por perder el tiempo. Por no ser un poco, sólo un poco, más ordenados. Qué vida esta.
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