Siempre nos quedan cosas por decir, por escuchar, pensar y vivir. Siempre nos queda encontrar ese territorio en el que todo se pone a favor para que podamos encontrar nuestra esencia, esa que perdimos cuando dejamos atrás nuestra niñez que es la misma que dejaron nuestros amigos al dejar de vernos, la misma que nos abandona cuando la ausencia nos aplasta como un madero seco. Ausencias llenas de recuerdos, de vida, de muerte.
Ayer fue un día especialmente emotivo. Nos visitó Araceli con la que compartimos mesa y una charla tranquila, entrañable. Quedaron cosas por decir, por escuchar. Pero también ese poso que llena el espacio que tuvo reservado desde siempre y que no sabíamos qué pintaba allí. Acabando el día, Silvia se encontró con sus compañeros de colegio. Los que estuvieron juntos desde el principio. Treinta y tantos. No lograron cenar. No había tiempo para otra cosa que no fuera contar, contarse qué ha sido de sus vidas. No recordaba a mi mujer tan alegre. Retrocesos que hacen recuperar la sonrisa del niño nunca están de más.
Antes de salir vino su amiga Chipi. Querían ir juntas. Miré como se abrazaban después de no verse los últimos quince años. Y el tiempo desapareció. Todo era igual. No habían pasado ni cinco minutos desde que se dijeron adiós aquel día. Supongo que sería parecido con el resto de compañeros.
Araceli regresa hoy a Tenerife después de anclar algo de ella en esta casa con la certeza de saber dónde puede acudir. Silvia logró regresar ayer hasta un espacio que muchos creían imposible. Los niños y yo hemos comprendido, pasmados, que vivir feliz también tiene que ver con lo esencial de los recuerdos que no es, ni más ni menos, que la posibilidad de volver a vivir lo mismo con la misma intensidad. Lo material se pulveriza por inútil.
Un poema de Jorge Riechmann habla de todo esto. Con elegancia y belleza. Aquí lo dejo por si sirve de algo, por si es buena excusa y todo se puede repetir.
INVOCACIÓN
Si vinieras
acaso me quedase unos instantes perplejo.
Pero pronto llegaría a la conclusión
de que, bien mirado, se trata de una sorpresa agradable
y te haría pasar dentro de casa
si vinieras.
Te ofrecería asiento
y una copa de vino, o un café, o un licor.
Seguramente nos quedaríamos unos instantes
sin saber qué decir, falsamente absortos en el vaso,
y luego empezaría poco a poco
el difícil trabajo del encuentro.
Todo lo no dicho
se interpondría cual cristal espesísimo,
todo lo vivido en expulsión centrípeta,
tan lejos ambos del terreno común.
Sabríamos
que era necesario reinventarlo todo
y sentiríamos miedo o quizá algo de hastío,
pero quizá otra copa
nos hiciese entrever una brasa, o más bien:
su posibilidad.
Quizá explorásemos
los irrecuperables puntos de conexión
para orientarnos.
Yo tendría que decirte en qué me he convertido,
quién me vivió por dentro
en todos estos años;
cuánta falsa inocencia se perdió en los márgenes,
que imágenes terribles
me invalidaron a menudo los ojos;
qué expiaciones me alumbraron a veces
con su lumbre mortal;
cómo me explico a mí mismo
en qué me he convertido,
qué espacios preservo para quien es mi mujer
ante mis ojos y los suyos
aunque ello no conste en ningún documento,
cómo me ha transformado su agonía
y otras insistentes alucinaciones.
Tendría que trazar algunos caminos
para empezar a explicarte
todo esto.
Se haría tarde sin complicidades, pero seguramente
no en vano.
¿Sabes? He empezado este poema descreyendo
en la posibilidad de que vinieras
y sin saber que su fin
era precisamente construir esa posibilidad
como ahora sé.
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