Generalmente pensamos que hacemos las cosas bien. Mejor que los demás. Topar con alguien que se cree superior o que piensa en su trabajo como algo sublime es corriente. Es mucho más extraño encontrar por el camino a personas humildes que ceden el paso en cualquier circunstancia. Mucho más extraño y mucho más peligroso. La soberbia del humilde machaca al que se pone por delante. Si un tipo es o parece humilde y, además, te dedica una sonrisa cándida, puedes echarte a temblar.
La gran mayoría cree hacer las cosas muy bien (digo yo que es un mecanismo de defensa que funciona cuando sabes que no es así); los humildes o los que lo parecen saben que las hacen (efectivamente) bien y dejan que el contrario se acerque a mirar para que se tenga que postrar sin remedio. Sé de alguno que intenta parecer muy, muy tonto sin serlo, que dice sí a todo y termina haciendo lo que le da la gana. Eso sí, con una sonrisa cándida y pareciendo muy, muy humilde.
Es decir, que todos pensamos que hacemos las cosas de manera inmejorable aunque nos comportemos de diferente forma. Eso quiere decir que el trabajo de otros nos parece, sencillamente, mediocre o desastroso. Gran problema aunque inofensivo.
Todo se complica cuando el sujeto que tenemos enfrente nos muestra una forma de hacer las cosas que nos parece mejor que la nuestra, mejor que cualquier otra. El problema es grande y, con seguridad, desata nuestra violencia. Parece cosa insoportable. Ante esto lo mejor es arremeter contra el peligro, incluso inventar cosas que desacrediten al contrario. La envidia tiene esas cosas. Manchar las cosas de otros es fácil y bastante eficaz. Lo destrozamos y, más tarde, hacemos nuestro eso que nos parece tan estupendo. Acabamos con un enemigo. Hurtamos el botín que nos hará mejores. Nos acercamos a lo que tenemos por sublime. Qué maravilla.
Pero si el que tenemos delante es humilde o lo parece la cosa no es tan sencilla. Nos dejará acercarnos, nos mostrará sólo parte de lo que posee, hará que creamos que es cosa de niños terminar con él, nos convertirá en una presa llena de soberbia y estupidez. Y cuando nos tenga cerca lanzará un zarpazo demoledor, mortal. No deja ver lo que tiene para terminar ensuciando lo del otro. Dicho de otra forma, nos dejará en ridículo sin piedad. Eso sí, sonriendo con una candidez asombrosa. Al fin y la postre es lo mismo. Todos manchamos lo de otros para que lo propio quede inmaculado.
El resultado es triste. Todos convertidos en mediocres. Incluso los que son o parecen humildes porque terminan jugando a lo mismo que los demás y les convierte en seres mezquinos, crueles.
Estoy escuchando la sinfonía número cuarenta de Mozart y pienso que incluso él (un genio irrepetible) sufrió estas cosas. Claro, sólo un hombre así pudo hacer música de esa calidad. Salieri, en vez de escuchar y aprender, le quiso destrozar desde el principio. Y lo consiguió. Manchó todo lo que pudo. Ahora bien, yo escucho a Mozart mientras escribo. De Salieri no recuerdo nada. Sólo que fue un político imbécil y un músico muy normalucho. Lo mismo que le pasa a medio mundo.
Mientras jugamos a ser el menos mediocre (con sonrisa cándida o sin ella) unos pocos siguen (sin decir ni pío) su camino. Serán recordados. El resto seremos llorados un rato. Más bien nada.
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