Guzmán acaba de echarse a dormir. Lo ha pedido él. Y de paso ha querido que apagara la luz y que conectase el pequeño equipo de música para escuchar un disco de Bill Evans (en 1959 formaba un fantástico trío con Scott LaFaro y Paul Motian) . Un clásico excelente. Que conste que el jovencito ha mirado lo que había sobre la mesa y ha querido escuchar ese y no otro disco. Asombroso. Quizás absolutamente casual aunque no es la primera que pasa algo así.
Ayer me propusieron escribir una novela de cuatrocientas páginas. El trato era “yo te cuento mi vida y tú la escribes, tendrás material de sobra”. Le suele pasar a cualquier novelista. Una reunión, una propuesta de vida narrada. Y suele pasarle a cualquiera creer que su vida es eso, una hermosa o terrible novela llena de aventuras que nadie más ha tenido que disfrutar o sufrir. No seré yo quien ponga en duda una cosa así. Tampoco quien me dedique a contar la vida de los demás, esa que todos tenemos como única. Para eso ya tengo a mis personajes que me llenan ciento cincuenta páginas de relato. Más allá de eso se pondrían tan pesados como los que quieren que alguien se fije en su existir. Crear un microcosmos con materiales comunes a todos nosotros es labor estéril y aburrida. A más páginas mayor sopor.
La gracia de escribir intentando hacer literatura está en no contar, en sugerir todo aquello que convierte la historia narrada en algo apetecible para el lector, en utilizar elementos que nos hagan ver cómo un personaje evoluciona hacia territorios desconocidos que llenen huecos cotidianos. Es difícil de conseguir, eso es verdad. Tan complicado como fácil es aburrir si la cantidad de información es más de la necesaria o si la historia es vulgar, esperada. En literatura es importante saber el porqué un personaje necesita odiar a su hijo. Sin embargo es innecesario conocer su horario de oficina, su color favorito o sus preferencias culinarias si estas no son más que anécdotas sin importancia. Llenar páginas y más páginas haciendo inventario de cuestiones graciosas, horribles o admirables no es hacer literatura. Eso es, como mucho, escribir. Hacer literatura (no es lo mismo que escribir) es seleccionar el lenguaje, el tema, construir el personaje desde sus motivaciones más profundas o dibujar escenarios creíbles. Y todo ello sin que se note que detrás hay un tipo que se dedica a eso.
Hace unos días hablada de este asunto con mis alumnos. Ponía como ejemplo la historia de una mujer que odia a su padre, que ha sido violada por él, que ha perdido dos hijos, que en el trabajo no encuentra ninguna motivación. Una tragedia. Y les decía que es más importante que todo esto saber colocar a ese personaje en un lugar adecuado y que diga a un amigo, por ejemplo: “Ah, sí, mi padre... El cerdo sigue pudriéndose en una cama de hospital”. La historia puede ser tremenda (la dejamos de contar, la omitimos), pero esa frase hace que nos preguntemos muchas cosas sobre el personaje, que nos interese. Es literatura.
Guzmán ha elegido un disco. Aún no sé la razón. El caso es que duerme tranquilo. Creo que es porque Bill Evans hacía música de la buena sin pensar en otra cosa, sin querer demostrar nada a nadie. Se puede llegar a amar el jazz escuchando uno de sus discos. Esas cosas se notan y se agradecen. Incluso un niño tan pequeño puede percibirlo. Creo que lo que se lleva peor es tragarse una novela de cuatrocientas páginas en la que se cuenta toda una vida que carece del mínimo interés. Incluso para el que la ha vivido. Los chavales de dos años no aguantan más de cincuenta palabras y media docena de ilustraciones divertidas. Hacen bien.
Ayer me propusieron escribir una novela de cuatrocientas páginas. El trato era “yo te cuento mi vida y tú la escribes, tendrás material de sobra”. Le suele pasar a cualquier novelista. Una reunión, una propuesta de vida narrada. Y suele pasarle a cualquiera creer que su vida es eso, una hermosa o terrible novela llena de aventuras que nadie más ha tenido que disfrutar o sufrir. No seré yo quien ponga en duda una cosa así. Tampoco quien me dedique a contar la vida de los demás, esa que todos tenemos como única. Para eso ya tengo a mis personajes que me llenan ciento cincuenta páginas de relato. Más allá de eso se pondrían tan pesados como los que quieren que alguien se fije en su existir. Crear un microcosmos con materiales comunes a todos nosotros es labor estéril y aburrida. A más páginas mayor sopor.
La gracia de escribir intentando hacer literatura está en no contar, en sugerir todo aquello que convierte la historia narrada en algo apetecible para el lector, en utilizar elementos que nos hagan ver cómo un personaje evoluciona hacia territorios desconocidos que llenen huecos cotidianos. Es difícil de conseguir, eso es verdad. Tan complicado como fácil es aburrir si la cantidad de información es más de la necesaria o si la historia es vulgar, esperada. En literatura es importante saber el porqué un personaje necesita odiar a su hijo. Sin embargo es innecesario conocer su horario de oficina, su color favorito o sus preferencias culinarias si estas no son más que anécdotas sin importancia. Llenar páginas y más páginas haciendo inventario de cuestiones graciosas, horribles o admirables no es hacer literatura. Eso es, como mucho, escribir. Hacer literatura (no es lo mismo que escribir) es seleccionar el lenguaje, el tema, construir el personaje desde sus motivaciones más profundas o dibujar escenarios creíbles. Y todo ello sin que se note que detrás hay un tipo que se dedica a eso.
Hace unos días hablada de este asunto con mis alumnos. Ponía como ejemplo la historia de una mujer que odia a su padre, que ha sido violada por él, que ha perdido dos hijos, que en el trabajo no encuentra ninguna motivación. Una tragedia. Y les decía que es más importante que todo esto saber colocar a ese personaje en un lugar adecuado y que diga a un amigo, por ejemplo: “Ah, sí, mi padre... El cerdo sigue pudriéndose en una cama de hospital”. La historia puede ser tremenda (la dejamos de contar, la omitimos), pero esa frase hace que nos preguntemos muchas cosas sobre el personaje, que nos interese. Es literatura.
Guzmán ha elegido un disco. Aún no sé la razón. El caso es que duerme tranquilo. Creo que es porque Bill Evans hacía música de la buena sin pensar en otra cosa, sin querer demostrar nada a nadie. Se puede llegar a amar el jazz escuchando uno de sus discos. Esas cosas se notan y se agradecen. Incluso un niño tan pequeño puede percibirlo. Creo que lo que se lleva peor es tragarse una novela de cuatrocientas páginas en la que se cuenta toda una vida que carece del mínimo interés. Incluso para el que la ha vivido. Los chavales de dos años no aguantan más de cincuenta palabras y media docena de ilustraciones divertidas. Hacen bien.
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