Ha tenido que esperar en la estantería durante mucho tiempo. Me daba pereza. Casi dos mil páginas suponen algunas horas de lectura de las que no dispongo. Entre unas cosas y otras, los ratos libres que puedo dedicar a leer o escribir se achican o desaparecen. Tengo la mala costumbre de no abandonar una novela antes de acabar con ella, lo que significa malgastar muchos minutos si no me convence. Pero no. He disfrutado cada página de “Guerra y paz”, cada personaje, con un narrador espléndido que nadie se atrevería a utilizar hoy (cosa normal por otra parte), con una técnica añeja de la que bebemos todos los escritores nos guste o no, con una trama folletinesca construida desde la ironía más elegante que puedo recordar, una trama llena de injerencias que he tenido que perdonar sin excepción por el descaro con el que Tolstói las dejaba caer. Por ese descaro y porque he llegado a tener la sensación de oír al autor contándome al oído alguna impresión sobre lo que estaba escribiendo en ese momento. Eso o alguna inseguridad al pensar que su lectores podrían desvirtuar lo que quería decir. “Si no meto esto aquí cualquiera sabe lo que pueden entender los escritores del siglo XXI”. Algo así creí escuchar que me decía. Cosas impensables en la literatura actual que perdono a un escritor de esa categoría porque de sus aciertos hemos aprendido todos, pero de sus errores también. Un novelón.
Entre amores desdichados, bodas arregladas por las buenas dotes de las novias, batallas encarnizadas, cobardías odiosas, deudas delirantes, duelos estúpidos y días de cacería (impresionante la caza de un lobo viejo), he pasado estos últimos días de vacaciones. Más de una noche, ya de madrugada, he cerrado el libro sin tener sueño obligándome a dormir. Guzmán toca diana hacia las ocho de la mañana y no entiende de tramas ni de personajes bien perfilados. He inventado ratos para poder leer un par de páginas que se convertían en un capítulo entero entre las protestas de los chavales que querían bajar a la playa. Una lectura intensa, apasionada y apasionante.
Hoy, mientras preparaba la masa de las croquetas (además del jamón, con un poquito de cebolla, huevo duro y una pizca de nuez moscada para que no sepan igual que las congeladas) pensaba en las diferencias entre una buena novela y un tostón. Las he ido anotando en un papel que está pegado a la nevera con un imán. No son muchas. Una pizca de esto, una cucharadita de lo otro. Poca cosa. Pero sólo los buenos escritores conocen las recetas. Tolstoi se las sabía tan, tan bien, que escribió una novela de casi dos mil paginas y ni te indigestas, ni nada. Incluso no te importa repetir. Son las cosas que tienen los genios.
Entre amores desdichados, bodas arregladas por las buenas dotes de las novias, batallas encarnizadas, cobardías odiosas, deudas delirantes, duelos estúpidos y días de cacería (impresionante la caza de un lobo viejo), he pasado estos últimos días de vacaciones. Más de una noche, ya de madrugada, he cerrado el libro sin tener sueño obligándome a dormir. Guzmán toca diana hacia las ocho de la mañana y no entiende de tramas ni de personajes bien perfilados. He inventado ratos para poder leer un par de páginas que se convertían en un capítulo entero entre las protestas de los chavales que querían bajar a la playa. Una lectura intensa, apasionada y apasionante.
Hoy, mientras preparaba la masa de las croquetas (además del jamón, con un poquito de cebolla, huevo duro y una pizca de nuez moscada para que no sepan igual que las congeladas) pensaba en las diferencias entre una buena novela y un tostón. Las he ido anotando en un papel que está pegado a la nevera con un imán. No son muchas. Una pizca de esto, una cucharadita de lo otro. Poca cosa. Pero sólo los buenos escritores conocen las recetas. Tolstoi se las sabía tan, tan bien, que escribió una novela de casi dos mil paginas y ni te indigestas, ni nada. Incluso no te importa repetir. Son las cosas que tienen los genios.
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