Parece que todo el mundo está enganchado a algo. El que no se mete un gramo de cocaína al día, se dedica a los puzzles, colecciona mecheros de usar y tirar o escucha música como un poseso. Es evidente que no todas las adicciones son similares, que unas son inofensivas y que otras generan problemas físicos y psíquicos, que no es igual leer de forma compulsiva a Pérez Reverte o juntar en una caja de cartón calendarios de cartera. Sin embargo, no dejan de ser eso, adicciones. Todas sin excepción.
Parece que todo el mundo está enganchado a algo. Quizás queremos escapar de este mundo tan hostil, quizás lo que necesitamos es huir de nosotros mismos. Sí parece claro es que es una huida hacia ninguna parte porque hagamos lo que hagamos seguimos en el mismo lugar. Ni un milímetro más allá. Después de escuchar un disco a solas (más que nada porque eres muy aficionado a ese tipo de música y la única forma de disfrutar es estar solo) te levantas, abres la puerta de la habitación y allí están tus padres dando el coñazo, o los niños con sus dibujos en la mano dispuestos a mostrarte sus progresos o el montoncito de papeles del banco que te recuerdan que eso del euro fue una estafa del Estado sin precedentes. Si te metes litro y medio de ron o medio gramo de cocaína con los amigos (más que nada porque eres muy aficionado a ese tipo de drogas y la única forma de disfrutar es estando acompañado) cuando llegas a casa sigues igual de asqueado además de aburrirte como una ostra. Y, encima, con muchas probabilidades de tener el cerebro agujereado como un queso gruyere.
Es posible que tanta adicción esté provocada por la certeza de que, más allá de una afición estúpida, existe una motivación excitante y maravillosa. Sólo un jugador que ha ganado repite en el juego. Si alguien durante las tres primeras visitas al casino pierde hasta los calzones es difícil que repita. Pero si gana es otra cosa. Sabe que esa posibilidad existe, se cumple de vez en cuando, es real. Y regresan para recuperar lo perdido. En definitiva, un huir del fracaso.
Lo raro es encontrar a alguien que sea adicto a algo que le genere molestias, esfuerzo. Alguien podría decir que en su empresa hay tres o cuatro sujetos que trabajan como mulas y se pasan el día sentados en el despacho. Puede que se sea cierto. Los casos que conozco suelen ser más cosméticos que otra cosa. Se quedan en la oficina para no estar en casa (que es el lugar en el que uno debe echar el resto). Evitan una rutina que les aburre. Huyen como todos los adictos.
Corremos intentando ir más rápido, mucho más, que nosotros mismos. No nos queremos ver ni en pintura. Sabemos que, tal y como están las cosas, no somos como quisiéramos y tratamos de modelar lo que creemos poder salvar a base de disfraces que duran puestos minuto y medio en el mejor de los casos. La sociedad devora al que se pone por delante. Sin compasión. Adicto o no.
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