19/11/07

De vuelta a la normalidad


Domingo. Frío. Y buenas noticias. Llegan desde Valencia en forma de nacimiento. Una niña. Andaba yo preocupado por la falta de información aunque ahora, sabiendo ya, recuerdo que la falta de nuevas es buena cosa. Cualquier desastre llega con prisas para ser conocido.
Sea bienvenida la señorita. Que la fortuna no le deje de sonreír por siempre jamás.
Acaba un fin de semana que comenzaba antes de tiempo. Gonzalo se lesionó haciendo el imbécil durante el recreo del viernes y acabé la mañana en la sala de urgencias de un hospital. Tiene para veinte días. Se suma a la nómina de enfermería que crece en casa con el frío. Aquí todo el mundo se acatarra, amanece con una aparatosa conjuntivitis o empachado a causa de una sobredosis de gominolas. Todos excepto padre y madre. La posibilidad de enfermar o de confesar una molestia es casi nula. Los papás pierden ese derecho en cuanto lo son.
Ayer sí pudimos ejercer uno de los pocos derechos que nos quedan. Nuestra salida mensual sin niños. Ópera en el Teatro Real. The rape of Lucretia de Britten. Una puesta en escena de corte minimalista que rebajaba momentos de tensión vitales en la obra a cambio de resolver tránsitos narrativos difíciles de solucionar en el escenario. La dicción de Lucrecia (la ópera se interpreta en inglés) muy deficiente. El resto, sencillamente, espléndido. Es posible que sea uno de los libretos mejor escritos que he tenido la oportunidad de escuchar. Al salir un frío intenso. Caminamos con las manos dentro de los bolsillos, el paso decidido, comentando le representación. A Silvia no le terminó de emocionar. A mí me emocionaba tanto ese paseo como la música de Britten.
La intimidad en el matrimonio es tan importante como el barullo de los niños que madrugan e invaden su cama. Sólo dos o tres horas al mes. Todo un mundo dadas las circunstancias.
La intimidad no es más que eso, poder comentar una sensación, un sentimiento o un estado de ánimo sin interferencias, poder hacer un ademán que sólo el otro entiende, un gesto que en otro escenario significaría cualquier otra cosa. La intimidad de dos se llena de complicidad, de un sentido único y desconocido unos centímetros más allá.
Unos minutos después teníamos el coche hasta los topes de chavales contando lo ocurrido en ciento cincuenta minutos que daban de sí igual que veinte años.
Y el domingo tranquilo, frío. Mesas de estudio revueltas, juguetes esparcidos por el suelo esperando su turno, niños demandando una atención que se reparte de la mejor forma posible y que no satisface a ninguno de ellos. Eso, tranquilidad. Y al final del día un momento de intimidad que se acaba cuando Silvia claudica ante el sueño leyendo un primer párrafo de la misma página que intentaba ayer. El cansancio no perdona. Y el de una madre no se puede comparar con nada.
Acaba el fin de semana. Todo sigue tranquilo.

1 comentario:

El ser y la palabra dijo...

Gracias por su texto.

Saludos desde Venezuela.

Cedhot Arias