El ser humano siempre ha querido parecerse a Dios. Sea lo que sea. Es decir, el hombre siempre deseó, por encima de todas las cosas, ser inmortal.
Nos gustaría que tiempo y espacio desaparecieran dejando crecer ese lugar al que nuestro alma regresara para volver a vivir. Una y otra vez. Una y otra vez. Necesitamos nuestro propio Oblivion ( Piazzola lo construyó de este modo tan magistral. Escuchen). Quisiéramos que el amor entregado y recibido fuera eterno, que nuestros hijos volvieran a ser nuestros hijos después de muertos y en las mismas condiciones, poder rectificar nuestros errores para llegar a la perfección.
Queremos que Dios se convierta en reflejo de nuestra imagen; mendigamos que nos coloque a su lado imaginando que es verdad todo lo que nos han contado siendo niños. El Dios cristiano, Buda, el Sol, el dinero, cualquier forma o nombre que le demos es lo de menos. Por delante vamos nosotros corriendo como gacelas. Y todo vale.
Inmortalidad es dejar a los vivos llorándote, recordando sólo aquello que son capaces de manejar en el recuerdo sin volverse locos, una parte del que falta que distorsiona la realidad que representó y que atrasa unos pasos de la valiosa condición (de la inmortalidad) al que llora amargamente las pocas posibilidades de que todo sea cierto. Inmortalidad es ser joven aunque mueras porque nada puede dañarte. Ni siquiera la muerte. Eso queda para los viejos.
Es dejar parte de ti para que cuando regreses puedas reconocerte en el objeto. Un libro, un lienzo. Siempre pensando en la vuelta. En Oblivion.
¿No será al contrario? La inmortalidad no tiene que ver con la muerte sino con la vida. Eso que ya nadie puede tocar. Eres y nada puede impedirlo. No somos una fantasía. Oblivion sí. Hermosa mentira aunque irreal.
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