Acabo de colgar el teléfono. Hablaba con Araceli. Conozco bien el acento canario (ella es de allí) y conozco bien la cadencia que arrastra una madre al hablar cuando su hijo acaba de morir. Es la de un segador trabajando al sol. Son esas cosas que la vida te va enseñando a reconocer con cierta facilidad cuando la experiencia se convierte en carga.
Hablaba con Araceli de Alberto. Su hijo. Mi alumno. Ella quiere saber y yo apenas puedo decir. Le he contado alguna anécdota. Poco más. Me pedía algo que hubiera escrito su hijo, algo, cualquier texto que tuviera de él. Tengo la buena costumbre de devolver todo lo que se me entrega con un comentario. No tengo nada que ofrecer.
- Sólo le puedo enviar un mal texto, pero no de Alberto. Es mío. Verá, Araceli, él siempre me preguntaba que cuándo le entregaría un texto que escribí hace algún tiempo. Había que describir a alguien que estaba en el aula y, mientras los alumnos redactaban su ejercicio, yo dediqué mi tiempo a describir a Alberto. Siempre me recordaba la deuda. Siempre le dije que un texto así ponía en peligro mi reputación y que no pensaba soltarlo por nada del mundo.
No he podido evitar comprometerme con ella a saldar la deuda. Esto es la que escribí. Sin corrección alguna, tal y como salió en su momento.
“He tenido que retirar algunos papeles para poderme sentar. Lo dejo todo en el asiento trasero. El sonríe. Arranca y conecta el aire para que arrastre el vaho. Hace frío, llueve. Agarra el volante con ambas manos inclinándose ligeramente hacia delante.
- Llegamos en un momento, tranquilo.
Lo dice sabiendo que no será así. Me ofrece un cigarrillo. No ha pasado ni un minuto desde que apagó el anterior.
- ¿Nervioso?, pregunto observando el ligero temblor de sus manos.
Habla dejando más atrás de la cuenta la última sílaba. Parece pensar lo que tiene que decir exactamente. Ya no sirve cualquier cosa.
Quince minutos tarde. El edificio parece haber escupido alguna parte de la fachada. Un par de balcones apuntalados. El viejo letrero sobre el portal a punto de caer. Edificio asegurado contra incendios. Nos esperan de pie. Suspira, enciende otro cigarro. Esta vez no ofrece, no hay temblor. Cierra bien la puerta.
No quiero regresar en autobús, dice.
- A ver si es verdad que son tan listos estos gilipollas.”
Alguna vez me dijo que le gustaría entender el mecanismo de la novela negra. Charlamos sobre este asunto en tres o cuatro ocasiones. Y pensé que elegir un momento tan concreto como este de una trama cualquiera le podría ayudar a comprender algún aspecto por el que sentía cierto interés. Siendo Alberto el protagonista solucionaba los dos compromisos al mismo tiempo.
Esta vez no hay nada más que decir.
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