El frío en Madrid vuelve a ser intenso. Parece que la ciudad se va tiñendo de la normalidad que enmascaraban unas fiestas luminosamente absurdas. La normalidad es gris. Poco apetitosa y mezquina con la felicidad. Los problemas siguen donde estaban, las obsesiones impiden que veamos entre nieblas que podríamos cortar con rápidas navajas. Todo normal. Tal y como queríamos.
Desayuno con Eduardo. Como todo el mundo sabe es el mejor limpiabotas de Madrid. Mastica más rápido que de costumbre (tostada con mantequilla y mermelada de fresa) y bebe mucho más despacio de lo normal (café con leche, copa de anís, agua del grifo). Me pregunta si los niños han disfrutado con sus regalos. Contesto aunque me interrumpe con un gesto. Arruga los labios, levanta una ceja y me mira por encima de las lentes. Comienza su discurso llevándose las palmas de las manos al rostro. Las separa con lentitud mientras parece querer estirar la piel para siempre. Malo, pienso.
- Mire, don Gabriel, el problema es que tenemos que vivir de espaldas a la realidad. Queremos que las cosas sean blancas cuando, en realidad, son negras como el tizón. Y eso no puede ser de ninguna de las maneras. Los problemas son problemas y si no se solucionan se convierten en obsesiones y si vivimos con obsesiones no podemos ser felices. Tanto regalito y tanta patraña no arreglan nada.
Intento intervenir y hace otro gesto para que espere. Bebe un trago de anís. Otro de agua. Mira al suelo. Piensa qué es lo que quiere decir exactamente.
- Nos pasamos la vida pensando que no debemos claudicar sin pensar en que esa actitud lo que supone es que otro sienta que lo hace. Queremos tener razón. Pensamos que la tenemos. Nos ciega la soberbia. Damos la espalda a la realidad cada día. Y, lo más gracioso de todo esto, nos sentimos de maravilla. Tenemos un problema. No hablamos de ello. Solucionado. Mentiras. Mentiras. Mentiras.
- ¿A qué viene esto, Eduardo? Pago yo el café, coño.
- Las navidades. Pero ya han pasado. Acabo de darme la vuelta hasta el año que viene.
Le pregunto si puedo servir de ayuda. Si necesita hablar algo más nos tomamos otro café, digo. Niega con la cabeza. Apura su copa. Le ofrezco un cigarro que agarra con cuidado.
La normalidad es tan mezquina con la felicidad que da miedo. Logra mimetizarse con ella, la hace desaparecer sin que nadie lo note. Pero la vida arranca gracias a esto. Eduardo ha decidido que lustrar zapatos es lo mejor que puede hacer. Ni una pregunta de más que le acerque a un territorio donde tope con sus temores, con sus fantasmas más viejos. Se enfrenta con la realidad más cercana para poder esquivarla sin mirar. De espaldas a ella.
El frío de Madrid arrastra una tristeza contagiosa. Poderosa. Todo continua en su sitio. Somos nosotros los que tenemos que buscar nuevas ubicaciones. Molestas, desestabilizadoras.
Por cierto, me han regalado un ejemplar de la última novela de Alejandro Gándara. El día de hoy se titula. Qué suerte poder leer cosas así. Apenas abrí el libro y ya marcaba con un lápiz lo que me iba gustando. Me temo que tendré que pedir prestado a uno de los niños un sacapuntas. Dejo aquí un pequeño fragmento para compartir una parte de esa realidad a la que no queremos mirar. La más dura de todas, la que nos llega desde la ficción.
“Pensé: Lo poco que separa a una persona amada de un completo extraño. Basta que tenga un plan que no te incluya para que se convierta en desconocida. Mismo rictus, misma piel, mismo movimiento de labios, misma carne resabida, y basta que diga que se dará un paseo, y que tú no puedes ir con ella, para que ya no puedas alcanzarla, para que sientas que se ha ido hace mucho tiempo. Era tuya, en cambio, ya no queda nada que puedas hacer con esa que está ahí, para la que además has desaparecido. Tú miras a una extraña, ella no mira a nadie”.
1 comentario:
Si nos mirarámos a nosotros mismos de verdad, quizá no podríamos soportarlo. Por eso nos vestimos de tantas formas, nos disfrazamos, nos camuflamos.
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