24/4/09

Un montón de palos


Destrozar a una persona no es difícil. Al contrario. Si, además, se trata de alguien que te quiere la labor es sencilla a más no poder.
Pongamos el caso de un matrimonio cualquiera. Él o ella deciden que tienen derecho a decir cualquier cosa, lo primero que pase por su cabeza. Se le ocurre decir, por ejemplo, que sus problemas no le interesan, que son pura invención. No parece demasiado serio, pero lo es. ¿Existe mayor traición que esta? ¿Hay algo peor que ver cómo tu pareja te da la espalda? Supongamos, ahora, que el receptor se queda perplejo viendo al otro echando espuma por la boca y, supongamos, que rompe a llorar. Lo normal es que el agresor (le llamaremos así para entendernos) levante el píe del acelerador. Eso es lo normal. Pero volvemos a suponer que nuestro agresor decide que tiene a sus pies al pobre agredido, cosa que, por otra parte, es muy habitual creer cuando alguien llora puesto que se desnuda y queda indefenso. Ese problema no existe, te lo inventas, a ti lo que te pasa es… (llenen con un buen número de reproches estas parte), yo lo que estoy haciendo es poner las cosas en su sitio porque ya iba siendo hora de que alguien lo hiciera, me das asco (más espuma en la boca), ya no sé si te quiero. Mientras, nuestro agredido se hace muy pequeñito. Y, sencillamente, se convierte en un amasijo de piel y huesos.
Podría ser que esto fuera un momento de irritación, de enajenación, de defensa ante una situación antigua. Podría ser y podría justificarse. Pero si esto se repitiera dos, tres o cuatro veces, la cosa sería mucho más grave. Algo así se llama perder el respeto al otro, algo así se llama maldad, algo así es imperdonable. ¿Quién puede ver llorar a su pareja y decir, por ejemplo, “eres un rabioso” sin estar seguro de tener enfrente a una persona deshecha por la pena? ¿Quién puede llegar a límites parecidos y desear, al día siguiente, que todo sea igual que antes? ¿Es esto amar o, por el contrario, es odiar profundamente?
En todas las familias hay un hijo que se preocupa de sus padres más que los demás. Les lleva al médico, les saca a pasear, ordenan sus papeles, llama cada día para saber si todo está bien. Se convierten en el eje de su vida diaria y, curiosamente, en un saco al que patean sin compasión esos padres a los que cuida. No falla. Eso es así. Y cuando llegan los hijos que no aparecen salvo para pedir algo, los papás hacen fiesta y se desviven para que todo sea amor y felicidad. Injusto, muy injusto.
Estoy muy harto de escuchar como se justifican a mi alrededor cuando se trata de estos asuntos. Mientras alguien se pone hasta las trancas de medicamentos para no tirarse por la ventana, otro se dedica a justificar lo que hace echando más mierda encima. Nadie tiene la culpa, pero él o ella está hecho fosfatina.
Ya dije alguna vez en este blog que nos gustaría amar y no somos capaces, que nos engañamos con cualquier cosa para evitar asumir lo rastreros que somos y lo lesivos que podemos llegar a ser.
Hoy, alguien está intentando salir vivo de una situación imposible. Me consta que lo que está es recibiendo es un montón de palos en nombre de la sensatez, de la coherencia y de no sé que otras cosas. No me interesa. Lo que si me preocupa es que vea un punto de luz al final del camino. Y por eso le escribo aquí y le digo que agarre fuerte lo poco que le queda, que si ha tocado fondo lo que ahora hay que hacer es mover fuerte las piernas hasta salir a flote; que aunque esté muy escondida, la solución existe. Y, sobre todo, que si alguien puede hacer algo como lo que poníamos de ejemplo, lo mejor es alejarse sin pensarlo mucho.
Hoy es uno de esos días que preferiría no haber tenido que vivir. A ver si tengo suerte y se acaba pronto, puedo cerrar los ojos y pensar en ese tiempo en el que creí que las cosas eran mucho menos sucias de lo que son, en ese tiempo en el que aún conservaba la inocencia de un jovencito que miraba el mundo para ver valores que nunca encontró en su pureza. Un tiempo en el que era capaz de ilusionarse al pensar que las cosas podrían cambiarse con esfuerzo. Un tiempo condenado a ser olvidado por todos.
© Del texto: Gabriel Ramírez Lozano

10 comentarios:

Carmen Neke dijo...

Alejarse, efectivamente. Lo más rápidamente que pueda, sin importar en absoluto lo que piensen o digan los demás. Quitarse de encima todos los sentimientos de culpa acumulados por la repetición de años y años. Nadie tiene derecho a destrozarle la vida a otra persona, nadie.

Y que no piense que es demasiado tarde, siempre se está a tiempo de escapar y empezar una nueva vida. Solamente falta el valor de hacerlo.

Anónimo dijo...

Además de gran persona eres un enorme escritor.

Un beso.

ana dijo...

Nunca levantan el pie del aceledaror mientras te acercas....cuando te alejas, símplemente....atropellan!.
Así que, cuidado con las curvas!

Svor dijo...

Algo pasa con la fe de estos días. La fe ciega hace que no decaigamos. Si, es un concepto romántico que hoy ha quedado en desuso por eso estamos tan expuestos a nosotros mismos, a nuestra propio maltrato.
Tu texto se lo dedico a C. que espero salga del mal momento por el que esta pasando, para que ya no intente purés extraños para acabar con todo, por no tener el frasco lleno de galletitas de amor, las del propio sobre todo.

Wara dijo...

Puedes cerrar los ojos, a veces queremos hacerlo y lo necesitamos, pero no los cierres demasiado, Gabriel. Quizás haya alguien por ahí que tenga la fortuna de encontrarte, de cruzar contigo unas palabras y de ese modo sentirse mejor... y hasta quizá capaz de descubrir un puntito brillante al final del túnel.

Feliz fin de semana. Para todos.

Edda dijo...

Me quedo con la imagen, que refleja con acierto cómo se puede quedar una persona después del trato que has reflejado en el texto.

Scri.Ba dijo...

Hay durezas, piedras que no serán removidas, ni por milagros, ya que se ha evaporado la poquita fe que había.

Ginebra dijo...

Por mucho que no mires las cosas pasan. Y, si no se trata de algo tuyo, por mucho que mires tampoco puedes hacer nada.

Isadora dijo...

¿Será que de verdad la confianza da asco? ¿Será que todo ya está escrito y sólo nos queda escenificarlo? Lo digo por aquello del hijo pródigo y el carnero más cebado. ¿Será que todo es relativo?, ¿que depende del color con que se mira?, ¿que en toda historia hay simpre dos versiones opuestas? ¿Será que somos manifiestamente maniqueos?
Pudieran ser tantas cosas, que pretender opinar y además acertar es de por sí ya una temeridad. Lo único que se me ocurre es que juzgar es realmente difícil, y que habitualmente la impotencia y debilidad del sujeto suele serlo directamente proporcional a la contundencia y calibre de sus insultos.
En demasiadas ocasiones he asistido a escenas donde las lágrimas no creo que fueran de cocodrilo, pero… ¿casi?
Me encantó su escrito, y mejor no opinar. Me quedaré con el texto y con la enseñanza no pretendida: si uno se debe equivocar, que sea siempre para bien.

Gabriel Ramírez dijo...

Neke: Cierto. Nadie debería destrozar de esa forma la vida a otro.
Anónimo: Gracias por sus palabras aunque creo que es del todo exagerado o que dice.
Ana: Creo que no levantan el pie porque están tan cegados por la rabia que todo lo vuelven del revés, inventan cosas que no han pasado... Se dejarían matar defendiendo lo que hacen.
Svor: Diga a C. que ningún puré repleto de venas rojas arreglará nada, que el tarrito lo tendrá que hacer más pequeño para que la falta de galletitas se note algo menos y, sobre todo, que esto es corto y que no merece la pena irse apaleado. Ni siquiera por la persona amada.
Wara: A veces poco podemos ayudar. Gracias por ser tan fiel, Wara.
Edda: Sí, la imagen es el retrato de muchos. Por eso estamos tan perjudicados de la cabecita.
Sci. Ba: La fe es un bien muy escaso. Si se pudiera comprar los precios serían un escándalo.
Ginebra: Tienes razón, Gin. Pero no deja de ser una faena de miedo.
Isadora: Y yo me quedo con la regla de proporción que apuntas. Más insultos más...