Practiqué el remo olímpico de alto nivel durante muchos años. Fueron muchas mañanas madrugando para correr noventa minutos y remar un par de horas más. Era joven y el sacrificio era grande. Cambiaba lo que un chico de mi edad hacía normalmente por tener las manos endurecidas a base de esfuerzo. Aprendí que remar contracorriente era la forma de entrenar menos minutos consiguiendo un resultado mucho mejor. Avanzar tres o cuatro metros equivalía a una distancia mucho mayor que cuando se remaba a favor de corriente. Esto que parece algo sencillo sólo lo hacíamos los que habíamos desarrollado una técnica depurada. Ejercer una fuerza superior a la normal en cada palada suponía que se descuidaba algo el movimiento en la palada. Si no la tenías ya aprendida era mejor no insistir por ese camino.
Una mañana de invierno sentí un pinchazo en el cuadriceps. Supe enseguida que me había hecho daño. Y dejé de remar. Me llevé la mano al músculo, apoyé el tórax en los remos para alzarlos levemente del agua y dejé que me llevara la corriente río abajo. Algunos compañeros de equipo pasaban por mi lado preguntando. Yo sólo les decía que no con la cabeza y continuaban su entrenamiento. Cerré los ojos. Por el dolor y por la rabia. Si no recuerdo mal tenía que competir tres semanas después en el campo de regatas del Guadalquivir.
Cuando dejé de maldecir ese pinchazo, cuando quise saber dónde estaba, descubrí que había llegado al margen contrario del río. Acerqué mi skiff a un pontón viejo y podrido, abandonado. Salí del bote y me senté a esperar sabiendo que nadie iría a recogerme porque nadie podría sospechar que estaba a tres o cuatro mil metros de distancia y en el margen equivocado. No importaba porque quería estar solo. Pensé sobre el esfuerzo que había realizado durante tantos meses de entrenamiento, la cantidad de mañanas pasando frío para conseguir mi sueño de llegar a una selección nacional que ahora quedaba a un millón de años luz. Aunque no dejaba de sonreír sabiendo que, por primera vez, me había dejado llevar por una corriente con la que había luchado durante años. Era una sensación extraña. Perder el control sobre algo que dominaba, encontrarme solo cuando siempre estaba protegido por el entrenador y los médicos del club, saber que dependía de mí lo que pasara a continuación sin tener la ayuda de nadie. Dejé que pasara el tiempo. El dolor iba en aumento, el sudor se enfriaba. Me tumbé sobre las tablas podridas para poder pensar.
¿Merecía la pena todo aquello? ¿Mi futuro pasaba por remar, cada día, contracorriente? ¿Era lógico depender de un problema muscular después de tantos meses de esfuerzo?
Pensé en la sensación de dejarte llevar, de no interesarte por nada salvo por ti mismo, por tu dolor. Y pensé, al mismo tiempo, que eso era cosa mía. Mi dolor, mi futuro. El rumbo azaroso del bote me llevó a la otra orilla, a un lugar en el que no hubiera pensado estar una hora antes. Me sentía bien.
Decidí recuperarme y trabajar duro (una de mis peores cualidades es la de dar siempre otra oportunidad). Cambié de barco para formar parte de una tripulación. Y llegado el momento tuve que dejar que la corriente me arrastrase de nuevo. Esa vez para siempre. Se acabó el remo.
Hoy, me siento fatigado. Acabo de dar la última palada. Relajo los músculos y comienzo a dejar que el destino me lleve hasta donde tenga que llegar. Quizás a la otra orilla, quizás hasta el lugar de donde salí, quizás a ninguna parte. El sudor se enfría. El dolor crece. Pero ya he dado la última palada.
© Del Texto: Gabriel Ramírez Lozano
Una mañana de invierno sentí un pinchazo en el cuadriceps. Supe enseguida que me había hecho daño. Y dejé de remar. Me llevé la mano al músculo, apoyé el tórax en los remos para alzarlos levemente del agua y dejé que me llevara la corriente río abajo. Algunos compañeros de equipo pasaban por mi lado preguntando. Yo sólo les decía que no con la cabeza y continuaban su entrenamiento. Cerré los ojos. Por el dolor y por la rabia. Si no recuerdo mal tenía que competir tres semanas después en el campo de regatas del Guadalquivir.
Cuando dejé de maldecir ese pinchazo, cuando quise saber dónde estaba, descubrí que había llegado al margen contrario del río. Acerqué mi skiff a un pontón viejo y podrido, abandonado. Salí del bote y me senté a esperar sabiendo que nadie iría a recogerme porque nadie podría sospechar que estaba a tres o cuatro mil metros de distancia y en el margen equivocado. No importaba porque quería estar solo. Pensé sobre el esfuerzo que había realizado durante tantos meses de entrenamiento, la cantidad de mañanas pasando frío para conseguir mi sueño de llegar a una selección nacional que ahora quedaba a un millón de años luz. Aunque no dejaba de sonreír sabiendo que, por primera vez, me había dejado llevar por una corriente con la que había luchado durante años. Era una sensación extraña. Perder el control sobre algo que dominaba, encontrarme solo cuando siempre estaba protegido por el entrenador y los médicos del club, saber que dependía de mí lo que pasara a continuación sin tener la ayuda de nadie. Dejé que pasara el tiempo. El dolor iba en aumento, el sudor se enfriaba. Me tumbé sobre las tablas podridas para poder pensar.
¿Merecía la pena todo aquello? ¿Mi futuro pasaba por remar, cada día, contracorriente? ¿Era lógico depender de un problema muscular después de tantos meses de esfuerzo?
Pensé en la sensación de dejarte llevar, de no interesarte por nada salvo por ti mismo, por tu dolor. Y pensé, al mismo tiempo, que eso era cosa mía. Mi dolor, mi futuro. El rumbo azaroso del bote me llevó a la otra orilla, a un lugar en el que no hubiera pensado estar una hora antes. Me sentía bien.
Decidí recuperarme y trabajar duro (una de mis peores cualidades es la de dar siempre otra oportunidad). Cambié de barco para formar parte de una tripulación. Y llegado el momento tuve que dejar que la corriente me arrastrase de nuevo. Esa vez para siempre. Se acabó el remo.
Hoy, me siento fatigado. Acabo de dar la última palada. Relajo los músculos y comienzo a dejar que el destino me lleve hasta donde tenga que llegar. Quizás a la otra orilla, quizás hasta el lugar de donde salí, quizás a ninguna parte. El sudor se enfría. El dolor crece. Pero ya he dado la última palada.
© Del Texto: Gabriel Ramírez Lozano
10 comentarios:
Del Skiff al Sniff hay un salto muy pequeño
Skiff y bote, vuelve Faulkner.
Insoportable y pesado el dolor que despierta, que no permite desaparecer y dejarse arrastrar por la corriente.
Caray, no sabía que el remo de competición se pereciese tanto a la vida. Madrugar, esforzarse, remar contra corriente, y depender siempre de cualquier imponderable quedando, de producirse, al pairo de los acontecimientos, para después, sobrepuesto, - que no recuperado -, de la sorpresa, o de la rabia, o de desesperanza momentánea, comenzar de nuevo con la misma rutina.
Comenzar siempre de nuevo hasta que … ¿se deje de comenzar algún día?
Aunque nos pasemos la vida remando contracorriente porque somos puros soñadores, tarde o temprano tendremos que relajar los músculos y dejarnos llevar, asumiendo que si bien los sueños le dan sentido a todo, como el color, no existen fuera de nosotros, y al final del camino desaparecen.
¿Sabes? Yo tenía que cruzar el mar cuatro veces cada día para ir al Instituto; junto a la embarcación que nos llevaba se deslizaban algunos remeros solitarios, y sí daba un poco de envidia no tener su fuerza de voluntad. Mientras nosotros nos quejábamos del madrugón para ir a clase, ellos estaban allí, pese a la hora, pese al frío y al sueño, porque se obligaban a sí mismos.
Pero creo que cuando uno toma conciencia de su propia fortaleza o debilidad, como prefiramos llamarlo, empeñarse en nadar contracorriente no es lo más razonable.
Un abrazo.
¿Sabes que se disfruta más del paseo cuando te dejas llevar por la corriente? Sí, porque cada orilla es distinta y a lo largo del río hay rápidos y algún que otro tronco, pero ¿no es eso lo mejor del viaje? Remar para no volcar, sin saber lo que te vas a encontrar a lo largo de ese río.
Nada, nada, cambiar de actividad es buenísimo. Y dejarse llevar de cuando en cuando también.
Hola G.
Todo depende de las ganas o fuerza que uno tenga para ir contracorriente.
A veces, incluso con esfuerzo, es inútil.
Un abrazo
Esta entrada junto con la que enlazas al final, me parecen una maravilla. Será porque sé de lo que hablas y lo he vivido muy cerca de ti.
Por completar lo que dices voy a contar una anécdota que viví en el Parque de El Retiro. Era el día de San Isidro y remaban embarcaciones de toda España (Odiabas a los de Alicante y me partía de risa al ver cómo mirabas al de su proa al pasarles como un rayo). Como el estanque es corto había que realizar cuatro giros en los extremos alrededor de una boya naranja. Es como si lo estuviera viendo ahora mismo. En esos giros los que reman a babor introducen el remo "clavándolo" agarran la estructura del barco que tienen delante de las pedalinas y aguantan mientras los remeros de estribor marcan ritmo de salida. Era impresionante ver que bote lograba la maniobra en dos paladas (¡era casi imposible¡) y el resto lo hacían en tres o cuatro. Lo más impresionante de todo era el ruido que se producía cuando el remo lo paraban con el pecho y te inclinabas para luego estirarte y volver a marcar el ritmo.
No sé qué última palada has dado, Gabriel. Ya verás como hoy toca otra, y mañana más, y más, y más.
Es tan fácil dar el ultimo palazo y dejarse llevar.. Lo dificil es seguir y seguir a contracorriente acaba uno exausto y a veces hundido en la incpomprensión.
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