12/5/10

El ruido de la compañía


La puerta de la calle sólo se abre si él entra o sale. Nadie llama al timbre, nadie golpea con los nudillos con cuidado por si alguno de los niños duerme, nadie cierra con cuidado o con descuido. Nadie nada. Porque ya no queda ni rastro de lo que hubo.
Se sienta cada mañana junto a la ventana. Le gusta escuchar los ruidos de la calle. Muy pronto, justo después de amanecer, se puede escuchar a los pájaros. Parece que los pocos que quedan en la ciudad se concentran allí, junto a su casa. Más tarde los motores, un poco más allá los niños que juegan de camino al colegio. Alguno llora alguna vez. Justo después, el silencio de los jubilados que caminan hasta el colmado para comprar lo preciso. Un solo día, como si fuera el último. Parecen tener miedo de dejar algo que se pueda estropear en este mundo, parece que saben que no les encontrarán de inmediato. Y, llegada la tarde, todo regresa en orden. Los niños, los motores y las golondrinas que, girando rápido, parecen arañar el cielo.
Cuando ella vivía, cuando los niños lo eran, la puerta se abría, sonaba el timbre, la vida iba y venía. Ahora, ya nadie quiere entrar. Toca escuchar el ruido de las sábanas rozando la piel quebrada. Hasta el día siguiente.
Llueve. Ya está en su silla. Escucha. Y suena el timbre. Justo a la misma hora que ella regresaba de la iglesia. Intenta acudir con rapidez aunque tarda más de la cuenta. Grita que ya va. Es la primera vez que escucha su propia voz en los últimos días. Ella entraba contando lo que había visto, llenaba la casa de palabras. Y él escuchaba sin interrumpir. Corre el cerrojo y gira el pomo. Treinta y nueve años abriendo y encontrándola allí. Nunca supo explicar que sentía. Quizás porque nadie le hubiera creído. Es una mujer. La carta en la mano. Es certificada, dice. Tiene que firmar aquí. Garabatea cualquier cosa. La mujer sonríe y tira del pomo de la puerta. Un ruido triste. Rasga el papel del sobre. Le acompaña el sonido. Y va haciendo trozos del resto. La carta dice que en quince días tendrá que dejar el piso. Que de no ser así un equipo de personas enviadas por ese juzgado le obligarán a hacerlo. Más trozos, más ruido.
Piensa en la primera vez que escuchó su voz, en el primer gemido, un llanto de bebé, otro, así hasta cuatro, los cacharros de la cocina sonando, música en el cuarto de los chicos, leyendo en voz alta. Decide escuchar una vez más el ruido de las golondrinas. Y solucionar el asunto sin tener que soportar el estruendo de una palanca tirando la puerta abajo. Pronto el silencio será uno sólo. De ambos.
© Del Texto: Gabriel Ramírez Lozano

11 comentarios:

Poma dijo...

Morir con dignidad, lo único que le queda.
Triste, real,emotivo,bonito.

Fanny G. dijo...

Q tristeza...

Edda dijo...

El sonido de la ausencia.
¿Como suena el asombro? :)

nalbaq dijo...

No es literatura. Es la vida misma.

Pepito Grillo dijo...

Es la vida misma y por eso es literatura ¿no? Que lío.

Edda dijo...

La literatura es transmitir con palabras la vida misma. ¿O lo estoy liando más?

nalbaq dijo...

¿Es la vida literaturalizada? En todo caso, es la vida.

Gabriel Ramírez dijo...

Son la misma cosa. Por eso, para escribir y hacerlo bien, el escritor tiene la obligación de dominar la realidad (esa que vivimos) antes de dominar la técnica. Dicho de otro modo, para hacer literatura no hay más remedio que mirar intentando entender y modificando lo visto (es así como se domina). Algo así.

Araceli dijo...

Que historia tan triste.

Ana María Lozano dijo...

¿No es la Vida un caminar hacia la vejez? Con sus aventuras en el viaje, eso sí. ¿Qué alivio, no?
Nos quejamos de cumplir años. Se asocia vejez a soledad. Triste.

Unknown dijo...

Cuando ya no nos queda nada..... lo mejor es el silencio....